lunes, 5 de diciembre de 2011

lejos

-¿Por qué a Kiev? –pregunta mi mamá cuando le cuento que tengo tickets de avión para ir a la capital de Ucrania. Buena pregunta si consideramos que, en rigor, no hay nada que me conecte a esta ciudad ni a su cultura.

La respuesta la dejo invernar un rato.

Estar lejos del hogar y la familia, de los amigos de toda la vida, de las calles y barrios y costumbres, genera casi siempre nostalgia o saudade, como apuntan los portugueses. Palabra esquiva, saudade, de difícil traducción, jodida porque no es mera nostalgia; se acerca a lo que Valeria Luiselli ensaya en su libro Papeles falsos: “No es nostalgia y no es melancolía: quizá la saudade tampoco sea saudade”, dice. Y más adelante: “Es la presencia de una ausencia: una punzada en un miembro fantasma…”

¿Pero qué pasa cuando llevas mucho tiempo en un lugar distinto al “hogar”, tanto que el hogar necesariamente deriva y se reconvierte, en parte, en aquel otro u otros lugares?

Ya van algunos años desde que llegué de Santiago de Chile a Madrid, y estas son preguntas que, tarde o temprano, supongo, cualquiera que muda de residencia -que muda, que muta- acaba haciéndose.

¿Dónde está el hogar? ¿Cuál es? ¿Existe un solo hogar o múltiples o allá donde uno vaya, como los caracoles, se lleva el hogar a cuestas?

Casi todas las personas con quienes he estrechado lazos durante estos últimos años (también antes en Chile, pero por razones obvias en menor medida) provienen o han vivido o se criaron o están a punto de emigrar a otros sitios y, sin embargo, ninguno es un desterrado o, menos, un exiliado.

Al revés. De hecho, creo que un lugar es más propio cuando lo eliges que cuando te toca.

Y estén lejos o cerca, estas personas se han transformado para mí, cada uno, en un rincón de lo que considero también mi hogar, un hogar que con ellos no sólo es más amplio, sino más cálido y más rico y mucho más divertido. Porque hogar, a fin de cuentas, tiene que ver con afectos más que con territorios geográficos.


Pero existe un tipo de añoranza que quizá no tiene que ver con los afectos, sino con otra cosa. Otro tipo de nostalgia análoga y al mismo tiempo opuesta a la saudade.

Me explico: Hace unas semanas comencé a estudiar alemán. Es un idioma del carajo, repleto de consonantes y palabras kilométricas difíciles de pronunciar, pero también repleto de hermosas sorpresas.

Una de ellas –la más hermosa hasta ahora- es la palabra fernweh, que no tiene equivalencia exacta en otros idiomas y significa algo así como añoranza pero no del hogar ni de aquello que te es familiar, sino de la lejanía y lo desconocido.

Fernweh es el antónimo de heimweh, que significa nostalgia.

Heim es casa u hogar, y weh es dolor: dolor por el hogar.

Fern, en cambio, es lejos o remoto.

O sea, fernweh es “dolor por lo lejano”.

Pero un dolor que, en todo caso, te empuja hacia lo lejano. Un dolor que se siente pero que en rigor no duele, casi al contrario, un dolor al que te aferras sin saber muy bien los motivos.

Es nostalgia por lugares distantes.

Si uno pone fernweh en cualquier traductor online el resultado en español es “pasión por los viajes”, aunque más correcto sería decir que es una extraña atracción por lo alejado y desconocido y con lo cual no tenemos ninguna conexión orgánica: sitios a los que no estábamos destinados que acaban transformándose en destinos.

Fernweh es un impulso, entonces. Una picazón interior que te hace hacer las maletas y coger un avión, un barco o un tren.

Lo que declara sentir Ismael antes de echarse a la mar en la insuperable primera página de Moby Dick: “Es mi forma de disipar la melancolía y estabilizar la circulación…”. Su cura para la nostalgia no es regresar al hogar sino subirse a un ballenero y adentrarse en alta mar a la caza de una ballena blanca, empresa que no entraña más que incertidumbres y azares.

-Los alemanes tenemos fernweh con frecuencia- me contaba la profesora de alemán hace un par de clases; ella, que es de Frankfurt pero lleva ocho años en España.

Desde luego es una palabra romántica, en el idioma más romántico (quién dijo que era el francés). El idioma del Romanticismo, de hecho.

Y cada cierto tiempo a mí también me pasa que siento el deseo mezclado con la angustia de irme lejos.
(¿A quién no le ocurre de vez en cuando?)
Lo más lejos posible.

No es huir, no son vacaciones.

-Es fernweh -le digo a mi mamá que, viajera como ha sido en su vida, sé que sabe a qué me refiero.

miércoles, 16 de noviembre de 2011

el mundo material

Buscar ser algo o alguien. Algo distinto a lo que se es. O a lo que parece que se es. O buscar encontrarse con el reverso de ese que también, pese a todo, se es.

Es lo que me pareció entrever en el documental de Scorsese acerca el ex Beatle que quizá más que cualquiera de los otros quería desligarse de la banda cuanto antes, por mucho que ésta sacara lo mejor de sí, por mucho que después extrañase trabajar en grupo, en un grupo tan grande como The Beatles.

No debió ser fácil, durante diez años y finalmente durante toda su vida, ser ya no el segundo sino el tercero de abordo en una banda que tenía entre sus filas a Lennon y McCartney.

No debió ser fácil convivir consigo mismo cuando ello implicaba reaccionar con igual entusiasmo ante asuntos tan disímiles, en los papeles, como la Fórmula 1, la jardinería y el misticismo de la India. Por no hablar de las mujeres o las drogas, los lujos, el dinero y la espiritualidad. Menos si a esto le sumamos el hecho de estar en la mira pública por ser un ex Beatle.


McCartney era –es- un geniecillo, con aptitudes musicales muy por sobre sus compañeros; Lennon era el líder, tenía garra y personalidad y seguridad en sí mismo; Ringo, pese a sus dudas, tenía claro su rol en el grupo, era ingenioso y tenía buen humor. Harrison era el guitarrista tímido y enigmático. Y hasta acá ningún problema.

El problema es que era demasiado consciente de la situación (¿por qué siempre era el más serio?) y, sin embrago, buscaba, quería más. Ser más. Con el inconveniente de tener como contrapeso a esa tremenda dupla compositora en su misma balanza. Entonces, como hasta cierto punto es lógico, sale buscar afuera. Y, testarudo como era, encuentra. Porque eso es lo que necesita: encontrar, diferenciarse, no ser sólo un ex Beatle; mientras sus compañeros estrella se cuestionaban el mundo, él se aferraba a las respuestas que decidió adoptar.

Como pasa con las religiones o fanatismos, que dan respuestas a asuntos indemostrables, pero que nadie te puede objetar. ¿Una salida fácil? Sí y no, porque en caso alguno le resultó fácil. Tal como señala un condescendiente, lúcido y respetuoso McCartney: “para George las cosas eran blanco o negro”.

No existían puntos intermedios, por eso se afanaba en controlar su entorno, sus relaciones, su jardín, su estudio de grabación... En controlarse a sí mismo, a su mente que con toda seguridad lo traicionaba. A veces era encantador, otras violento. Si no hubiese sido por The Beatles, ¿quién hubiese sido George Harrison? Es lo que me pregunto después de ver Living in the material world (vaya título, y extraído de uno de sus propios discos). ¿Un asesino? ¿Un policía corrupto? ¿Un violador? ¿Un dandy? ¿Un buen tipo que va al siquiatra para no cometer delitos? ¿Un evangélico? ¿Un seguidor de gurúes tipo Paulo Cohelo? (Esto último, de algún modo, lo fue).

Quién sabe. Bastantes críticos y espectadores, tras una mirada a la rápida en páginas web, veo que tienden a pensar que a Scorsese se le nota en exceso su calidad de fan, que el documental (proyectado en dos extensas partes que suman como tres o cuatro horas) es benevolente, un tributo, o bien lo acusan de que se deja muchos temas afuera o apenas insinuados, como las infidelidades de Harrison con su esposa que, dicho sea de paso, es productora asociada de la peli, o los plagios de los cuales fue acusado (y con bastante razón: ver “My sweet Lord” v/s “He's So Fine” de The Chiffons) u otras delicadas aristas de su personalidad que, de haberlas explorado en profundidad, Scorsese, primero, no hubiese tenido –supongo- permiso de los familiares para exponerlas; segundo, el documental se hubiese transformado en un culebrón sensacionalista y algo resentido; y tercero, hubiese durado tres horas más de las que ya dura. Pero, tal vez por esto mismo, por dejarse episodios en el tintero, es que es tan inquietante. Tan notable. Mucho más –son otra cosa- que lo que hizo con Dylan (No direction home) o con los Rollings Stone (Shine a light).

Las reseñas que he leído hablan de la fascinación de Scorsese por la música, pero yo creo que más que con la música, su fascinación es con el tipo de personajes que, como Travis Bickle en Taxi Driver, no acaban de cuajar, aquellos que se debaten en su interior entre el amor y el odio, entre sentimientos que los avergüenzan pero no pueden evitar ni tampoco asumir. Que buscan salidas más que entradas. Que necesitan respuestas porque las preguntas en lugar de potenciarlos -como a Lennon, que las transformaba en causas e ideales sociales-, los atormentan y debilitan.

De ahí que Harrison necesitase la meditación, deduzco, que fuese a la India, que optase por la espiritualidad aun viviendo en una fastuosa mansión alejada del mundo real.

No sé.

Soy fan de los Beatles. A hard die fan. Pero a mí siempre el que me gustó fue Lennon. Seguro que a Harrison también le gustaba Lennon. Pero él tenía que ser Harrison, no un fan del líder de su propia banda. Hasta ayer en la noche no había reparado demasiado en estas cosas, y eso que tengo sus discos solista y me sé y me gustan sus canciones y todo. Intuía, a lo más, que su imagen representa, de algún modo, a la del eco-hípster actual, aquel que prefiere el campo, el vegetarianismo, que piensa en su mente, en un más allá y opta por lo low-fi. Pero no todo lo hípster -es más, casi nada, al igual que no todo lo hippie- es sinónimo de artístico o natural o creativo, a veces al revés: es sólo vanidad, evasión o moda, y Harrison, de hecho, descrito por sus familiares en el documental, era desde niño más bien "cocky": coqueto o engreído.

Ahora también capto, gracias a Scorsese, por una parte, la personalidad ambivalente, atormentada, resentida y –aquí tal vez su grandeza- luchadora de Harrison, y por otra el profundo temor, la gran inseguridad que lo invadía y el autocontrol que se impuso, y cabe pensar que hizo bien en habérselo impuesto.

Lo han tildado como el Beatle “misterioso”. Ok. Pero qué hay detrás. Por qué ese misterio, qué esconde. ¿Esconde algo? Por qué tenía que apostar tanto por ese karma, misticismo y sentido de trascendencia. Pues es justo eso lo que Scorsese, según creo, devela en su peli. Y lo hace sin incurrir en el mal gusto del cotorreo o la denuncia, si no que apuntando gestos, palabras, escenas de archivo sutiles pero directas finalmente, además del testimonio de sus ex compañeros de banda, de personajes como Phil Spector (¡grande!), Eric Clapton o George Martin, entre muchos otros.


Scorsese se mete en camisa de once varas, y entiende que no hay que decirlo todo. Al no decirlo todo sino algo -como bien sabía Hitchcock-, al dejar entrever más que ver, el resultado es aún más estremecedor, más inquietante.

Será porque, en mayor o menor medida, todos como Harrison, pese a disimularla, tenemos una cara B, nuestro propio dark side que detestamos (o no) pero ante el cual nos rendimos sin chistar, sin darnos cuenta incluso.

viernes, 28 de octubre de 2011

butaca 8, fila 6

A veces dan ganas de meterse una tremenda sobredosis. Fue lo que hice ayer en los cines Golem, en frente de la renovada librería 8 y Medio, en Plaza España. Tres películas al hilo, y todas buenas. Muy buenas. Lo ideal, ahora me doy cuenta, habría sido verlas una por día para digerirlas mejor. Ahora quizá deba desintoxicarme un poco. O quizás no, porque el festival 4+1 sigue hasta el domingo y todavía hay películas programadas, como Meek's Cutoff de Kelly Reichardt, que no me perdería por nada del mundo.

El lema del festival es una frase de Hitchcock: “El cine es una sala vacía que hay que llenar”. Sin embargo, pese al bajo costo de las entradas, a que las pelis son proyectadas una sola vez y que, salvo excepciones, la mayoría de éstas no entrará en la cartelera comercial, desde la butaca número 8 en la fila 6, constato que apenas hay más gente en la sala.

Decía el argentino Fogwill que un buen escritor o poeta es “aquel que lees sabiendo de antemano que te va a gustar”. Con el cine ocurre algo parecido, pienso. Me pasó con Belle Épine, la ópera prima de la francesa Rebecca Zlotowski. No sé si por el título, por el tráiler o tan sólo por el cartel, esta peli ya me había conquistado.


Hace poco había ido a ver un par de películas en cartelera bien criticadas que resultaron ser una mierda (One day y Una mujer en África). Por supuesto los que firmaron aquellas críticas ya están en mi lista negra.

De Belle Épine, en cambio, no sabía nada y, en cierto modo, ya sabía mucho. ¿Qué sabía? Que va de chicas adolescentes y de una en particular: la bellísima y atormentada/impasible Prudence, interpretada por Léa Seydoux (la chica de la disquería en Midnight in Paris, de Woody Allen).

Pero va también de carreras de moto, de adrenalina sexual, de no sentirse parte, de querer sentir algo, de escapar y perder los puntos de anclaje, de hermanas que están solas y de ausencias que se agudizan ante la presencia de los demás. De adolescentes que adolecen, finalmente, en una suerte de cruce –para mí– entre L’Eeau froid de Assayas, Crash de Cronemberg y Cinderella 80s (aquel hit comercial con Bonni Bianco y Piere Cosso), pero todo filtrado por una especie de sabiduría y sensibilidad muy personal. Tanto que ya soy fan de las películas que Rebecca Zlotowski todavía no hace y espero con la ansiedad de un heroinómano ver en el futuro.


Pausa.
Salgo de la sala a respirar un poco de aire frío y recién llovido a la calle.

El embrujo de Belle Épine no me suelta, no puedo creer lo que acabo de ver. Pero es el turno de la siguiente: el documental Nostalgia de la luz del chileno Patricio Guzmán.

El propio director la presenta ante los escasos asistentes y aprovecha de quejarse, con razón, de que su peli no tenga aún distribuidora en España. Nada más comenzar, siento que el documental habla de mí, de mi historia, de parte de mi pasado y mi antiguo entorno: el desierto de Atacama, en ese país sin memoria que es Chile, donde todavía cuesta mirar a la cara a los demás pero no se deja de mirar las estrellas.

Cuando niño, no sé muy bien porqué, también quería ser astrónomo, tal como confiesa la voz en off del propio Guzmán. Me fascinaba el firmamento, el infinito y el débil resplandor que de allí emitían los astros. Después se me pasó, me olvidé del cielo y tuve que vérmelas con la tierra. Precisamente con la tierra seca y desértica de Atacama. Recuerdo que cuando vivía en Antofagasta salía de noche con amigos en caravana para adentrarnos en los cerros pelados de un sector que por entonces llamábamos “El miedo”. Allí la única luz que existía provenía de fuera del mundo. No necesitábamos más que cerveza y las estrellas para ser felices. Conducíamos en medio de la nada para alcanzar la nada misma, compuesta de tierra y cielo solamente, lo cual, después de ver Nostalgia de la luz, me queda claro que puede llegar a ser todo.


Tanto en el suelo del desierto más árido del planeta como en el cielo transparente de este rincón en Chile, se puede –se deben– leer las huellas del pasado: es la tesis de este documental, que se mete con temas como el tiempo, los miles de desaparecidos políticos enterrados en la pampa durante la dictadura militar, la memoria y la incesante búsqueda del origen, ni más ni menos, estableciendo un sinnúmero de correspondencias que, combinadas con un montaje correcto y algo edulcorado, más el testimonio tanto de científicos como de mujeres familiares de desaparecidos, arrancó lágrimas y desató pasiones entre la concurrencia, la gran mayoría españoles por lo que pude comprobar durante el breve coloquio posterior, donde aplaudían y elogiaban a viva voz la cinta.
Yo, en tanto, permanecía lejos en el espacio y el tiempo aunque todavía en la misma butaca 8, fila 6.

A esas alturas tenía los ojos como un par de huevos fritos. Por un instante consideré retirarme a casa y descansar. Bastante había tenido, la verdad. Pero opté por entrar de nuevo a la sala 2, donde estaban a punto de proyectar la más reciente película de los hermanos Dardenne: El niño de la bicicleta, que ganó el premio del jurado este año en Cannes.

Recordé la sensación que me habían dejado dos películas suyas, El niño y El hijo. Una cierta amargura que, sin embrago, no era debida a la manipulación despiadada a lo Dancer in the dark, ese esperpento del mal gusto y el sadismo, sino más bien producto de la densidad de los temas sociales y morales que ellas trataban.

Y fieles a su estilo, los directores belgas una vez más entregan una película honda, contenida, sin sentimentalismos, dura aunque –oh, sorpresa– esta vez con algunos toques de humor, precisa y con un niño como eje de la narración: Cyril (Thomas Doret), de once años, huérfano de madre y abandonado por su padre, quien se niega a verlo o a saber de su existencia pese a vivir en la misma ciudad, pese a que es todo lo que anhela el niño, que su padre le haga un poco de caso.

Quien en cambio acaba tomándolo en cuenta es Samantha –la muy guapa y ahora madura Cecil de France–, una peluquera que acepta hacerse cargo de él los fines de semana pese al indomable aunque comprensible carácter del niño, que no deja de meterse en problemas, escaparse por puertas y ventanas y correr de un lado a otro como si fuese un pequeño animal en cautiverio, un niño que parece resucitar con más fuerzas de cada uno de los embates que le depara la vida, en medio de su temprana y esquiva búsqueda de un lugar, ya sea propio o ajeno pero a donde sienta que puedan aflorar sus afectos.


La vivaz pero triste y magullada cara del niño, debo decir, es la mitad de la película. O más de la mitad. El chico está increíble (que en este caso significa que está del todo creíble) y verlo hacer combustión montado en su bicicleta mientras recorre el hipócrita mundo que lo rodea es presenciar una de esas contadas secuencias cinematográficas que a veces son más grandes que la vida.

Salgo a medianoche agotado pero extasiado de la sala –a esas alturas era otra cosa: un cuarto propio, una puerta tridimensional, el espejo de Alicia-, felizmente narcotizado por el cóctel de fotogramas que me chuté de una. No recuerdo haber visto antes tres películas -y tan buenas- de forma consecutiva en un cine. Para todo, o casi, hay una primera vez y, claro, no siempre resulta bien, pero lo de ayer resultó de maravillas, me dejó como electrizado de emociones y, sin duda, se transformó en una jornada que difícilmente olvidaré.

jueves, 27 de octubre de 2011

curling

Ayer comenzó un festival de cine que se celebra en cinco ciudades simultáneamente. Se llama 4+1 y proyecta películas que no tendrán -o sera muy difícil que tengan- una distribución comercial decente y, sin embargo, a juicio de ¿quién?, me pregunto, merecen otra, esta oportunidad. Gana la que más vota el público.
En fin, en una sala semi vacía, comencé por una canadiense: Curling, de Denis Côté.

Mis pocas referencias al cine canadiense, haciendo memoria a la rápida, se remiten a la no tan reciente Juno de Reitman, varias pelis de Cronenberg y algunas de Denis Arcand, donde -en las de este último- hay decenas de personajes con ideas políticas y seudo filosóficas, como es el caso de aquel tríptico compuesto por las -para mí- demagógicas y muchas veces vergonzosas La decadencia del imperio americano, Las invasiones Bárbaras y la insoportable La edad de la ignorancia, donde los personajes hablan un montón, se pelean, gritan, lloran, se abrazan y luchan por defender sus posturas, tan humanas todas, trascendentes, pero tan de cartón a fin de cuentas.

En Curling ocurre lo contrario. Hay apenas un par de personajes, y casi no hablan, las ideas son subyacentes al discurso, prima la extrañeza como única resistencia y el director apuesta más por una estética y un tono, sin renunciar a una o varias y complejas temáticas, que por ganarse la simpatía de los bienpensantes de turno.


Curling es un juego sobre hielo donde los participantes lanzan una especie de disco que debe acercarse lo más posible a un centro.
Y aquí el dilema: ¿Hasta qué punto es buena idea acercarse al centro? ¿Hasta dónde es mejor mantenerse al margen? Porque la historia es la de un padre y una hija. Un padre que opta por criar a la niña en su casa, sin que vaya a la escuela, alejada de los peligros de la sociedad -aislada- en medio de un minúsculo poblado eternamente cubierto de nieve.

La película recuerda a Fargo en cuanto a los exteriores fríos y blancos, además de los toques de humor que a ratos afloran y sirven de contrapunto a la creciente angustia que se genera -elementos surrealistas como un tigre en medio de la nada, de la nieve- alcanzando, para mí, una forma bastante original de suspense, donde las historias no resueltas -que, por cierto, abundan- crean una inquietud genuina, distinta a la de cualquier policial o película de vampiros, aunque aquí también hay sangre, y no poca.

martes, 25 de octubre de 2011

trayectos otoñales

Fotos tomadas con el Ipod ayer durante trayectos.
De 9 a 14 a 18.30 a 19.15 a 20 y a 00.30 hrs, más o menos.

En los intervalos he trabajado, me he desplazado de un sitio a otro, he almorzado y cenado, he salido a correr, he permanecido en casa, he hablado con mis compis de piso y deambulado por el barrio.

Me gusta como en otoño, a ratos, asoma un poco el sol, pero durante casi todo el día hay viento y nubes plateadas, y el cielo tiene colores parecidos al amanecer y al atardecer: azules y violetas, sobre todo, como si la luz librase una violenta e inútil batalla por conservar algo de su calor.











martes, 11 de octubre de 2011

somewhere (imágenes del vacío)

La película comienza con un Ferrari dando vueltas en círculo y acaba con el protagonista (Stephen Dorff) bajándose del mismo y abandonándolo para echarse a andar por una carretera. Ok, es un poco spoiler, aunque no es la clase de filmes que se agotan en su argumento, tampoco es El auto fantástico, así que no hay problema, sin embargo creo que sirve como resumen, o más bien como metáfora de la trama. Lo demás es un cine que versa sobre el vacío que ocupa –que llena- los instantes de vida de un actor de Hollywood durante la promoción de una película y, como contrapunto, la compañía de su hija preadolescente (Elle Fanning) quien, sin duda, ya adolece y tanto más adolecerá en el futuro.




Todas las películas de Sofía Coppola me han gustado, desde la inquietante Las vírgenes suicidas, pasando por su hit Lost in traslation, hasta -cómo no- la bella, hipnótica, divertida y popera María Antonieta.

Y esta Somewhere, que con más de un año de retraso llega a la cartelera española, tiene todos los ingredientes que la directora mejor sabe mezclar: el desarraigo geográfico pero, sobre todo, emocional de personajes desfasados, aburridos consigo mismos, y la vacuidad vital de ricos y famosos pero sin caer en lugares comunes o discursos moralistas del tipo "pobre ricachón", debido seguramente a que es la misma sensación que Coppola, al ser tan ineludiblemente hija de, lleva experimentando –que conoce- desde su más tierna infancia, en un trasunto autobiográfico que, combinado con una puesta en escena de planos delicados y colores brillantes, muestra la vida sin brillo de seres que la directora acompaña, cuida, está con ellos y –se nota, se agradece- quiere desde sus entrañas.

Tal vez por eso resultan también entrañables. Y una sala desocupada, un pasillo de aeropuerto o una habitación de hotel pueden contener más vida en sus películas, más verdad que, no sé, una casa de pueblo repleta de familiares italianos hablándose a los gritos.

lunes, 10 de octubre de 2011

otoño

Será porque al otoño se regresa, a diferencia de las demás estaciones donde por lo general uno va o se aproxima o se prepara para ellas, que no deja de ser un período cálido a pesar de que invariablemente la temperatura comienza a descender.

***

Las hojas que ahora caen, que se desprenden y crujen bajo las pisadas de la gente, anuncian –certifican- el fin del verano -parece que fue hace ya un siglo- y presagian lo poco que queda para que estemos protegidos bajo paraguas y usando bufandas y más ensimismados que de costumbre.

***

Pero por suerte es otoño, por suerte, me digo: se avecinan días rojizos, amarillos y marrones que darán paso a la escala de grises del invierno.

***

Confío en las estaciones, en los ciclos. En los cambios de estación. En los cambios, en general. Después de vivir años en medio de un desierto –el de Atacama, el más árido del planeta-, donde apenas varían las temperaturas y sí lo hacen es tan solo del calor diurno a la gelidez nocturna, y el paisaje es desesperantemente idéntico a lo largo de todo el año, de todos los años, me consuela el otoño, me alegra que en Madrid sea otoño otra vez.

***

Una estación intermedia como la primavera, pero sin su glamur tecnicolor. Nada es mucho: ni el calor ni el frío. Ni las dudas ni las certezas. Más que a vivir, parecemos propensos a recordar o evocar, aun a sabiendas –o precisamente por lo mismo- de que estamos dejando partir los recuerdos recién creados, que serán pronto el recuerdo de un recuerdo hasta destilar en una versión remotamente similar o a veces insólita, pero nunca igual a la que dio origen a esos recuerdos.

***

Dejamos partir también a algunas personas que participaron de la fantasía estival que ahora cede ante rutinas, labores y responsabilidades.
Cambiamos hasta el playlist -que tiende a ralentizarse- en nuestros dispositivos de audio.

***

Soñamos con próximos veranos, con los que van quedando, pero dejamos de soñar con aquello que no se cumplió y, como las hojas, el viento se lleva siempre lejos.

***

Al revés de las aves migratorias, prefiero permanecer bajo estas nubes plateadas, asistir al lento marchitar de todo, como si fuese una invitación a ir más al cine, a leer más novelas: a migrar hacia adentro con la total complicidad del clima.

***

El verano tiene el encanto de la expectativa, la primavera es un estallido y el invierno le confiere al entorno una estética cautivante. El otoño, en cambio, es señal de madurez tirando a fruta podrida, de lo perdido, de las cosas que terminan llegado su momento. Durante el otoño renunciamos sin darnos cuenta, nos rendimos y aprendemos una vez más que, como cantaba Moris, nada puede escapar y todo tiene un final.

Un final que comenzará, gracias al cielo, de nuevo el próximo año.

Dos de las más emblemáticas musas de Romher, Marie Rivière y Béatrice Romand, en Cuento de Otoño.

domingo, 2 de octubre de 2011

the go! team

Una de las preguntas que se harán tanto los productores como los sellos discográficos, además de los mismos músicos, es cómo dar a conocer -a escuchar, en este caso- tal o cual disco o canción, o a tal grupo, sobre todo en una era digital que convive -todavía- con la analógica. ¿Dejará de existir esta convivencia en el futuro? No creo: lo analógico, está visto, seguirá existiendo, aunque de otra forma, a otra escala.
Durante mi infancia melómana, los créditos de los casetes eran clave, en ellos descubrí, por ejemplo, el clásico "(Lennon/ McCartney)" para designar a quién pertenecía una canción. Luego en los CDs buscaba las letras y, a veces, alguna foto, además de, en ciertos álbumes como, especialmente, los de Elvis Costello, textos que funcionaban como prólogo a las once o doce canciones que configuraban el LP. Paralelamente miraba programas de tevé musicales tipo MTV (¿existe aún?), Later with Jools Holland o La página del rock (por ATC, Argentina). Leía revistas. Y desde siempre, del principio hasta ahora, y espero que también en el futuro, pues es el mejor de los métodos, me enteraba de novedades o memorabilia por recomendaciones de gente confiable a este respecto, amigos. Y ahora, además, por la aleatoriedad de la red, con programas como Spotify, que sugiere asociaciones musicales según tus búsquedas.
Así, de esta última manera, descubrí a The Go! Team y sus felices temas setenteros, mezcla desprejuiciada de funk, soul, el tipo de música medio destartalada pero irresistible que acompaña las persecuciones de coches en las películas de acción baratas, y noise, hiphop y rock. Como en otros tiempos, el que busca siempre encuentra, y en esta oportunidad no me podía venir mejor un combinado tan para arriba como el de estos ingleses.

jueves, 29 de septiembre de 2011

libros leídos (4)



Ramal, de Cintia Rimsky. Escritora viajera. Hace años leí su muy personal Poste restante, por el cual aprovecho de agradecer a PP Guerrero, que me lo recomendó. La historia de este nuevo libro que es novela, pero si fuese una película sería un falso documental, se abre y se junta en dos direcciones: una, en el recuerdo de infancia del protagonista, quien vivía junto a su familia en una casa, que ahora se resiste a dejar del todo, cercana a la Estacón Mapocho, donde se asentaron sus parientes nada más llegar a Santiago desde el sur de Chile. Y otra, en el relato del protagonista en presente, quien debido a su trabajo recorre el único ramal de ferrocarriles en activo que va quedando, el que va de Talca a Constitución, con el propósito de evaluar un plan de mejoramiento de las estaciones y los servicios para eventuales turistas. El texto evoca épocas, calles, otros tiempos. Y contrasta las urgencias del presente con el relato de gente apartada en rincones adonde parecen habitar una realidad paralela o desfasada. Escrito con un lenguaje llano, preciso y a la vez cargado de imágenes, sugiere ideas, estados de ánimo y un pensamiento complejo por lo profundo, Ramal lo he leído con una mezcla de compulsión y contención, demorando –repitiendo- la lectura de varios párrafos, de páginas enteras, a fin de no desprenderme tan luego del precioso espacio poético que propone la autora.

libros leídos (3)

Camanchaca, de Diego Zúñiga. Su primera novela. Una historia en tránsito. De Santiago a Iquique, pasando por Buenos Aires. El viaje, la familia, la adolescencia. Los recuerdos. Estilo conciso, sobrio y desafectado como un ticket de supermercado, pero adonde laten emociones y reproches, impresiones, preguntas y un ritmo acelerado para contar lo que se cuenta, que es bastante, en tan poco.

martes, 27 de septiembre de 2011

josé miguel varas (in memoriam)



“Como uno queda trasplantado a otro medio, parece que se produce una intensificación de las experiencias. La realidad de todos los días te va embotando, pero al viajar ves otras cosas y cuando vuelves, además, te das cuenta de que tu país ha cambiado. Los viajes, en realidad, son una pasión.”

"El humor es verse a sí mismo, observar lo ridículo del comportamiento propio y de los demás, pero a partir de uno."

jueves, 22 de septiembre de 2011

libros leídos (2)

Algunos adioses es un libro bastante sui generis para a estar compuesto, según parece, no estoy seguro si en su totalidad o en parte, por crónicas y artículos publicados por Francisco Mouat en revistas y periódicos. O sea, un the best of. Sí pero no. No se explica en el mismo su naturaleza u origen, como nada –o todo- se explica en el texto de contracubierta que, se supone, debería instar a comprarlo o por lo menos a hojearlo en una librería, según el canon editorial clásico:

Uno deja de vivir cuando ya nadie te recuerda. Ese es el momento exacto de tu muerte definitiva. Hacer memoria es prolongar la vida del recordado. Como una obsesión que me acompaña a donde voy, trabajo con los materiales de la memoria, leyendo, escribiendo, escuchando lo que otros dicen. De Sebald aprendí en "Los emigrados" una frase que no me suelta: "Recordar a los muertos nos distingue de los animales".

A continuación, en la misma contratapa, hay una lista de nombres de los cuales distingo, vagamente, los de George Perec y Pierre Jacomet, los demás ni me suenan. Y el código de barras. Hojeo el libro, miro los créditos. Nada. No hay más señales que éstas y la cubierta con una foto de tres niños, dos de ellos remando en un bote. El fondo blanco. Lolita editores.
Por supuesto, cualquier resistencia inicial –extrañeza, más bien- hace rato que fue vencida y salgo de la librería, en Santiago, con Algunos adioses bajo el brazo, feliz. Al subirme al metro, poco después, comienzo a leerlo con crecientes dosis de intriga y fascinación. Cuando me bajo en Los Héroes, además, su lectura me tiene emocionado. Aunque más que emoción, lo que provocan estas -apenas- 97 páginas es conmoción.



Cada historia o semblanza de los personajes narrados, verdaderos epitafios de seres comunes y corrientes y a la vez inigualables, cercanos, amigos o investigados por Mouat, conmueve.
Con la consigna moral de que la memoria de quienes están muertos hace que sigan vivos, el también autor de la novela El empampado Riquelme (en mucha sintonía con el presente libro) monta un remix con textos de diferente extensión, diferentes voces narrativas y estructuras, pero que juntos suenan afinados y constituyen un híbrido ejemplar sobre los recuerdos, los lazos profundos entre las personas, la muerte y todo aquello que no lo es. Esto último, sobre todo. Y en esto último cabe la amistad, los accidentes, la sobrevivencia, la estupidez y la grandeza, los gestos mínimos y los máximos: "Segundos dentro de minutos dentro de horas dentro de días dentro de semanas dentro de meses..."

Pero, aún más que lo anterior, sorprende la habilidad del autor/editor convertido en DJ de palabras para, con un magma textual determinado, ofrecer esta remezcla que se eleva por encima de la mera suma de sus partes, sampleando con certeza y buen oído sus propias partituras.

De alguna forma, Mouat demuestra lo que postula: que a partir de los recuerdos narrados –su confianza en las palabras es total- es posible restituir un poco la vida. Y en cuanto al estilo, que a partir de textos independientes y cerrados, es posible crear uno mayor, completamente nuevo, personal aunque trate de otros antes que de él y, desde luego, con vida propia.

Encuentro una foto suya en el computador. Luce al medio del grupo, bella y sonriendo, una o dos semanas antes de saber que estaba enferma. Me prestó un libro el año pasado. Lo tengo aquí, a mi lado. "Sesenta relatos", de Dino Buzzati. Le gustaban mucho; algunos de ellos los dejó marcados con pequeñas etiquetas plásticas de color verde y lila y forma de lápiz. Adentro del libro, una boleta de una cafetería de Santiago en donde ella pidió, el 23 de septiembre de 2008, a las tres y media de la tarde, una ensalada naturista y un jugo de frambuesa. Imagino que esa tarde comió sola, leyendo en silencio los cuentos de Buzzati o soñando ilustraciones para libros de niños. (pág .75)

miércoles, 21 de septiembre de 2011

libros leídos (1)



En Madrid continúan las huelgas y se dejan sentir las primeras ventoleras otoñales. Miles de profesores y alumnos en las calles del centro protestan en favor de la educación pública. Como ocurre en Chile, pero muy distinto.
En el Retiro, las primeras hojas secas caen copiosamente de las copas de los árboles: una lluvia de hojas.

Y yo leo algunos libros que traje de Chile.
De autores chilenos, mayormente.
Libros como Sobre cosas que me han pasado, de Marcelo Matthey Correa, el bello y extrañísimo e irrepetible libro editado por la idem editorial Los Libros que Leo. Se trata de dos diarios que, en total, abarcan anotaciones desde 1987 a 1989. En ellas el autor se recrea en una serie de asuntos cotidianos, más bien anodinos, que son los que parecen componer su vida durante ese período, un período especialmente revuelto a nivel social y político en Chile, a pasos de recobrar la democracia después de 17 años de militares o a pasos de un nuevo golpe de estado o dios sabe a pasos de qué: no era posible hacer pronósticos confiables por aquellos días, y Matthey no los hace. En su lugar va la playa, da largos paseos por el centro de Santiago, entra a bibliotecas públicas y lee, va al cerro San Cristóbal cuando está vacío, ese tipo de cosas, las que ocurren cuando no ocurre nada, las que se llevan las horas muertas.

No es un libro -está claro- con demasiada acción. Menos aún con intriga. Pero tiene tono. Tiene una voz que se queda como reverberando en medio de la ciudad. Son tan pueriles las cosas que se cuentan, y contadas de forma tan primitiva, que se revelan en su contrario exacto: en su esencialidad, sobre todo cuando el lector se ve obligado a completar con su propia experiencia los espacios y situaciones descritas, cuando su voz, la de Matthey, a ratos, pasa a ser la de uno mismo.

Copio un par de entradas de sus diarios (correspondientes al año 1988):

“26 de septiembre
Me acuerdo de que durante mi viaje de ida a Antofagasta el bus paró en Huentelauquén como una media hora más o menos. La mayoría de los pasajeros aprovecharon de almorzar, pero yo preferí no comer nada, y mientras tanto caminé un poco hacia el mar.
En toda esa parte había más que nada dunas, algunas casas y muy poca gente. Por eso, casi lo único que se escuchaba era el viento.
Atravesé un hilito de agua, donde había un burro bebiendo, seguí hasta una duna alta y desde arriba miré hacia todos los lados. Me quedé un momento ahí. Tuve luego la sensación de estar cerca de conocer algo, así que me quedé un poco más. Pero no pasó nada.
Después volví y como a las cuatro seguimos el viaje.


“29 de septiembre
Después de la siesta salí a caminar. Al llegar a Blanco me fui por la vereda del Club Hípico, en dirección a Bascuñán, y seguí casi hasta la calle Conferencia. Pasé un momento a la iglesia que está por ahí; me senté en el penúltimo asiento y escuché un poco de la misa. Mientras estuve sentado me pasó algo parecido a lo de Huentelauquén, cuando me puse en la duna alta.

viernes, 16 de septiembre de 2011

te creís la más linda... (recuento de las pelis que me han gustado últimamente)

Hace unos días, en la filmoteca, vi Cecil B. Demented, de John Waters. Presentada por John Waters en persona. Una comedia no tan trash con Melanie Griffith en, quizás, el papel de su vida: una actriz mala -ella- de películas comerciales malas, es secuestrada por un grupo de sicópatas anti-cine-comercial que la obligan a actuar en un absurdo experimento fílmico perpetrado por Cecil B. Demented, el -supuesto- director del mismo. La guapa Maggie Gyllenhaal, entre paréntesis, hace de satánica. El público reía, aplaudía y se lo pasó muy bien en la sala, lo mismo que yo.


También vi, pero hace como un mes, Violeta se fue a los cielos, la peli de Andrés Wood, que asume una especie de deuda con la figura de Violeta Parra, y cuenta, sobre todo, con una gran protagonista, Francisca Gavilán, en el papel de su vida también. Salvando ciertos metaforones, como ojos y pestañas en primerísimo plano, por ejemplo, logra emocionar y transmitir buena parte de la tremenda fuerza de la multimedia artista chilena.


Un documental extraño: Adentro y afuera, se llama. Del poeta, ex Noreste junto Cristián Warnken y realizador audiovisual, Santiago Elordi, ahora en compañía de Matías Cardone. El docu transcurre en Nueva York y se basa en las respuestas que diversos poetas, casi desconocidos, dan ante preguntas como: ¿se sienten diferentes de los demás?, ¿cuál es su rol o función hoy? o ¿cómo se ganan la vida y sobreviven en una ciudad como ésta? Y el resultado es bastante sorprendente, revelador y uno se queda con una mezcla de sensaciones que, por supuesto, van más allá del evidente cuestionamiento por la poesía.
Se puede ver acá.

Pero la película más divertida, emocionante, con la que me he reído y apenado más al mismo tiempo, es con Te creís la más linda (pero erís la más puta), de Che Sandoval, quien debutó hace un par de años, según leí por ahí, con este largo que presentó como trabajo final de sus estudios de cine. La peli tiene algo de nouvelle vague en su realismo y crudeza a la hora de exhibir y plantear las situaciones que atraviesa Javier, el protagonista (Martín Castillo, quien debuta en el papel de su vida, otro más): un muchacho que se pierde en sí mismo durante una noche santiaguina de borrachera, peleas, intentos frustrados de conquista y lo que haga falta para remecer las angustias existenciales que lo atormentan. Sobre todo una: Valentina, de la cual se ha enamorado... "en cuatro días". Porque esta película, en el fondo, tiene humor, reflexiones nada ligeras en torno a la amistad, a lo que implica crecer y definirse, ni más ni menos, pero es una película de amor, del propio y el ajeno.

Se puede ver entera, y desde hace apenas unos días, nada más dándole al play, en este enlace.

Y acá el tráiler:

miércoles, 14 de septiembre de 2011

pop, pop y más pop

Desde hace tantos años, desde siempre que intercambiamos descubrimientos musicales. Cada vez que nos vemos, mi amiga Carla y yo, nos ponemos al día en mil cosas y nos regalamos también algunos datos melómanos. En poca gente confío tanto como en ella a este respecto.
Así, hace un par de semanas nada más, junto a su pequeña y bella Julieta que crece con un soundtrack de primera, en Vlaparaíso, Carla me mostró algunas cosas que estaba escuchando y yo ahora no puedo dejar de escuchar.

The Avalanches: Since I Left You
Así se llama esta canción y también el disco, hasta ahora el único de la banda australiana. Es de hace más de diez años, pero suena a recién hecho. A intemporal, más bien. Quizá se deba a que está compuesto principalmente sobre la base de miles de samples (no exagero: según uno de sus productores, más de 3500) que le otorgan a cada pista un aire a los 60s y 70s más bailables y poperos. The Avalanches nació rockera, analógica, pero derivó en este irresistible combinado de DJs y música electrónica, lleno de hipervínculos sonoros y guiños discotequeros de los buenos. Para bailar con los ojos cerrados.



Twin Shadow: Slow
El disco es de 2010, se llama Forget y está repleto de new wave, de sintetizadores, latigazos con el bajo y melodías que recuerdan a lo mejor de los 80s -desde Prince hasta Culture club- y la voz del carismático George Lewis Jr., alias Twin Shadow, que es de la misma familia de Morrissey, Bowie e Ian Curtis. Pese a que al estilo es a lo primero que uno engancha, las letras merecen igual atención. Forget no tiene desperdicio, y tiene joyas como When we are dancing, Forget, Tyrant destroyer o Slow.Canciones que apelan tanto al placer de las adicciones nuevas como a los gustos musicales ya incorporados en el ADN.



Arnaud Fleurent-Didier: Reproductions
También yo le mostré a mi amiga qué andaba escuchando últimamente. Lo más relevante, sin duda, es al francés Arnaud Fleurent-Didier, que me tiene desde hace meses abducido con su formidable LP La Reproduction, donde mezcla la chanson francesa a lo Gainsbourg con un sofisticado pop setentoso de arreglos exquisitos, más letras que se desenvuelven mayormente entre la pasión, el softcore y el romanticismo, con referencias cultas y populares. Un álbum que, de hecho, invita -o evoca- a la reproducción con canciones veraniegas, sexys, llenas de ingenio y buen humor que, seguro, deberían estar entre lo mejor del pop europeo reciente.

lunes, 5 de septiembre de 2011

accidentes

Recién aterrizado en Madrid, después de tres semanas intensas en Chile, en Santiago mayormente y un par de días en Valparaíso.
¿Qué encontré? De todo. Pero más que nada a un país revuelto, que se mueve, piensa, cuestiona y no tiene miedo. Por eso quise ir a meterme a la mayor cantidad de movilizaciones y marchas convocadas por los estudiantes, en donde, por cierto, la policía mató de un balazo a un chiquillo de 14 años hace unos días.
Pero no fue ésta la única cagada: también hace un par de días un avión se cayó cerca del archipiélago Juan Fernández. La tripulación estaba, para más escándalo, integrada por algunos personajes populares de la televisión chilena.
-Acaban de confirmar que no hubo sobrevivientes -me dijo por chat mi querido amigo CB hace unos minutos.
-Piñera estará feliz -contesté.
-No creo que sea taaan hijo de puta.
Pensé en que tal vez sí podría serlo. Pero me refería a otra cosa.
Debe estar feliz porque los medios desviarán por un instante la atención de los temas sociales, de las movilizaciones estudiantiles.
Un accidente es siempre eso. Un accidente. Pero que un tirano de la calaña de Piñera esté al mando de Chile y que todavía exista entre la población imbéciles que se declaran pinochetistas no lo es.
Y que unos valientes estudiantes estén cambiándole la cara a un país entero, tampoco.
La felicidad -el alivio- a Piñera le durará poco. Los accidentes pasan. Pero lo que vi, lo que sentí en medio de las miles de personas que se echaban y se echan a las calles a protestar no fue en absoluto una excepción o algo pasajero.
Es más raro que se caiga un avión a que caiga un gobierno de mequetrefes. O incluso un imperio.
Así que señores políticos y ladrones con corbata, pueden seguir temblando.

miércoles, 3 de agosto de 2011

gato

"Los que se dan más golpes de pecho en su identidad son los que no tienen nada más."
Dubravka Ugresic

“Gato no se nace, se hace”, leí en la camiseta de un corredor en el parque del Retiro hará un mes. Gato es como popularmente se designa a los madrileños. Ser gato es ser de Madrid. Y ser de Madrid, creo, es algo un poco más complejo que ser, por ejemplo, de Cataluña o de Euskadi, por extraño que parezca. En estos casos, en el de los catalanes y vascos, y en el de los oriundos de varias otras comunidades autónomas, parece ser condición sine qua non haber nacido o que tu familia provenga de ciertos territorios delimitados, tener apellidos específicos, que corra esa y no otra sangre por tus venas, además de hablar en las lenguas correspondientes, para considerarse, para ser, pertenecer, sentirse o autodenominarse como tal.

¿Quién decía que España es un país de países? Quien fuese, tenía algo de razón. Por lo menos, una buena parte de los españoles se ha encargado de ratificar la frase con disputas de lo más absurdas y consecuencias fatales. Así, España luce ahora fracturas provocadas desde dentro, y se yergue como un país escindido, no tan plural como eufemísticamente quisieran creer algunos, sino roto, hecho de pedazos hechos pedazo.

En fin, nada más lejos de mis intenciones que profundizar en un tema tan delicado como los nacionalismos internos. Menos yo, que creo que el hecho de nacer en un sitio u otro es poco más que un accidente, la primera de las muchas cosas que, para bien o para mal, no nos es dada a elegir en la vida y que sólo cabe aceptar.

Hace algo más de un año, alojé en Berlín en la casa de un chileno que junto a su novia japonesa esperaban un hijo. El hijo nació y fue una niña a la cual bautizaron Ayumi. Ayumi es o será ¿alemana, chilena o japonesa? ¿Importa acaso? Quién sabe adónde irá a parar, adónde vivirá en el futuro esta niña, de dónde sentirá que es, qué idioma asumirá como el propio, en qué idioma soñará, y qué tradiciones incorporará a su ser y formarán su forma de ser. A partir de un arbitrario punto de partida, es de esperar, será lo que ella quiera, lo que busque y con lo que se encuentre. ¿No es acaso a lo que aspiramos todos, convertirnos o parecernos a aquello que deseamos más allá de lo que nos es dado por defecto?

Hemos leído o visto películas o nos han contado, en muchas ocasiones, acerca de gente que se hace a sí misma a pesar -o gracias a- las adversidades: pintores mancos, escritores ciegos, atletas cojos y un sinfín de casos excepcionales que confirman una suerte de regla: uno es o puede llegar a ser lo que quiera. Con mejores o peores resultados, pero aquello que en el fondo uno siente que es.

“Una es más auténtica cuanto más se parece a lo que ha soñado de sí misma”, es lo que decía un personaje de Almodóvar, la Agrado en Todo sobre mi madre, al tiempo que repasaba su anatomía casi enteramente confeccionada a base de cirugías estéticas. Una frase que se me quedó grabada desde que vi la película. Una frase en la que creo. Una frase en la que Madrid hace creer o, por lo menos, que parece tener cabida en una ciudad como ésta.
Pareja urbana, Madrid, óleo sobre lienzo encolada a tabla (Marcelo Bravo)

Madrid, para mí, tiene Lavapiés -mi barrio-, su vecina La Latina y Plaza España, donde están los cines y la librería 8 1/2, ahora tiene a uno de mis hermanos -con él ya todos hemos venido a parar acá alguna vez- y a unos pocos buenos amigos, tiene un barrio y hasta un fosforescente hotel "De las Letras", El Retiro, donde cada tanto le hago honor al nombre y también corro, un templo egipcio en medio de otro parque, Madrid tiene el cielo de Madrid, las torres con forma de pesuña del Día de la bestia, las estatuas de carruajes y caballos desde donde colgaba Carmen Maura en La comunidad, tiene una calle Desengaño y otra del Amparo, tiene cañas, claras y vermouth de grifo, la Gran Vía de noche y de amanecida, Atocha para irse y llegar de vuelta a Madrid, tiene -es- La puerta del Sol, el cine Doré y el barrio Malasaña, donde debe haber la mayor concentración de tiendas de cómicis y libros gráficos de España, tiene un río, el Manzanares, que por cierto al fin tiene el protagonismo que merecía entre la geografía urbana, y un largo y heterogéneo y personal etcétera según cada quien, aunque Ok, no tiene mar. Es en un sentido etimológico una ciudad mediterránea, rodeada de tierra. Las ciudades, en cambio, que dan al mar, supongo, impulsan a sus habitantes hasta él, los empuja hacia la orilla, para conectar con otros horizontes, reales o imaginados. El mar como vaso comunicante. Pero a Madrid, a los madrileños no les queda más que mirar hacia adentro (o hacia Barajas), y vencer la introversión frente al espejo, frente a los múltiples espejos compuestos cada uno de ellos por sus habitantes, pues el mar es su gente, sobre todo, la gente que a su vez es, en parte, también de otras partes.

Por esto aquello de ser gato, de hacerse gato. Y son muchas, cada vez más las razones que tengo para que me guste esta ciudad, donde nací, pero de donde nunca fui, esta ciudad adonde ahora y desde hace unos años vivo y, poco a poco, de donde ya soy, un día algo más que el anterior.

Encuentro nocturno, Gran Vía, óleo sobre tela encolada a tabla (Marcelo Bravo)

jueves, 7 de julio de 2011

learning to walk again (foo fighters en madrid)

Todo cambia, los gustos, las motivaciones y la manera de entender el mundo y a nosotros mismos.
Pero algunas cosas no.
O no demasiado. Al menos en apariencia.
Foo Figthers, la poderosa maquinaria pesada que timonea Dave Grohl, es una de las pocas bandas que, junto a Perl Jam y pocos más, han podido envejecer no sólo con dignidad, sino incluso mejorar siendo fieles a un rock a la vieja usanza, analógico, rabioso, guitarrero, de camisetas negras, tatuajes y coros cargados que de tanto repetirlos se te clavan en la memoria y se convierten en consignas, en mantras privados y generacionales, un rock a la caza constante de esos tres acordes que, combinados, pueden conseguir un efecto similar al de la pólvora.


“Es así de sencillo, ¿para qué queremos computadoras?”, preguntaba anoche, en Madrid, el ex batero de Nirvana después de soltar uno de sus numerosos hits, el más nuevo de ellos: Walk.
Y fue esta la actitud que predominó durante las 2 horas y media de concierto.
Una banda de fines del siglo pasado que está hoy en gran forma, plenamente vigentes –no son en absoluto un revival de sí mismos como tantos otros e indecorosos ejemplos– y tocan las canciones de su último disco, el tremendo Wasting Light, con la misma contundencia que sus primeros y arrolladores singles, como Breakout y Monkey Wrench.
Pero ¿cómo se hace para mantener la intensidad, la energía y que las estrofas sigan transmitiendo el nervio con que fueron compuestas y cantadas hace quince años?
Actuando.
Tal vez Foo Fighters no ha cambiado tanto en esencia –se han resistido, han resistido–, pero ahora actúan.
“Hace 10 años, si hubiese tenido que tocar ante tal cantidad de público”, decía Grohl mirando fijo a las 18 mil personas que llenábamos El Palacio de los Deportes, “seguramente me hubiese cagado de miedo… Pero la verdad es que ahora me siento como en casa”, remató un poco zalamero, aunque honesto.
Es lo que pasa, tal vez, cuando uno decide no cambiar y ser por siempre fiel a la idea que escogió para sí mismo: comienzas a actuar, a actuar de ti, y ya sin miedo, sin que te de vergüenza mostrarte, lo que te podría dar vergüenza, ahora, es mostrarte distinto, algo que no deja de ser una paradoja para un rockero que además defiende los códigos básicos del way of life rockero.
Hace quince años yo no escuchaba a FF, ni hace diez. Los derivados del grunge me tenían un poco cansado, supongo, los miraba incluso con algo de desdén. Mi interés real y el entusiasmo por la banda, han surgido hace poco.
Ahora camino por la calle con sus canciones atronando en los auriculares de mi Ipod, como impulsado por ellas. Pero, con todo lo muy bueno y potente del concierto que ofrecieron anoche, no puedo dejar de pensar en cómo hubiese sido verlos antes, cuando se cagaban de miedo posiblemente frente a un público, otro, que todavía estaba de luto por Kurt Cobain.
Rockeando más allá del "rock and roll".

lunes, 20 de junio de 2011

lecturas primaverales

Varios de los libros que he leído, que aún repaso, releo, que me han acompañado y he disfrutado durante esta primavera –desde marzo hasta ahora, aproximadamente–, noto, son libros más bien breves, que rondan las 200 páginas. Ya sean de ficción o no, o híbridos. Ya sean gráficos, novedades recién salidas de la imprenta o publicados por primera vez hace más de un siglo.

He de admitir que, a pesar de que he abandonado un par de novelas que me han parecido sobrevaloradas, aburridas o que simplemente me han dejado frío (Richard Yates de Tao Lin, Las teorías salvajes, de Pola Oloixarac, por ejemplo, dos ejemplos de literatura hipster inflada por otros hipsters; o sea, poquísimo más que una mera moda), ésta ha sido una temporada colmada de lecturas muy estimulantes, cada una de las cuales me hubiese gustado compartir, recomendar, poder escribir acerca de ellas y describirlas por separado y en extenso, pero que –y para aprovechar el entusiasmo y no omitirlas sin más– al final me limitaré a tan sólo recapitularlas (mejor así), mientras la primavera en Madrid cede ante el aplastante calor seco del verano, que a ver si trae páginas que refresquen tanto como las de ésta estación que ya nos deja.


Severina, de Rodrigo Rey Rosa
En poco más de 100 páginas el guatemalteco se despacha una melancólica y misteriosa historia de amor y libros y amor por los libros, con un personaje femenino central, Severina, por la cual dan ganas de perder totalmente la cabeza. Otra vez RRR entrega una narración contenida, sin metáforas ni excesos poéticos, donde no sobra una coma.



I never liked you, de Chester Brown
El dolor de crecer, de no encontrar las palabras adecuadas para decir lo imposible. La adolescencia retratada en viñetas, episodios que podrían haber sido contados -cantados- por Arcade Fire, canadienses como el autor, si hubiesen compuesto “The suburbs” veinte años antes. Trazos limpios sobre fondo negro, con un componente autobiográfico que raya en el impudor, pero que de tanto forzarlo se transforma en una forma de sinceridad que es precisamente lo que le da hondura a esta novela gráfica de iniciación. Muy pronto me pondré a leer su último álbum, Paying for it, recién publicado.



Revelación de un mundo, de Clarice Lispector
Desprevenido, sin haberla leído antes pensado que era "Diamela Eltit", abro esta colección bastante autobiográfica y fragmentada de crónicas escritas para el periódico Journal do Brasil y me encuentro con frases como las que copio acá abajo:

“Era la levísima embriaguez de andar juntos…”
“Andaban por calles y calles hablando y riendo, hablaban y reían para dar materia y peso a la levísima embriaguez que era la alegaría de su sed…”
“…¡Cuánto admiraban estar juntos!”
“Hasta que todo se convirtió en no. Todo se convirtió en no cuando quisieron esa misma alegría. Entonces la gran danza de los errores. La ceremonia de las palabras desacertadas. Él buscaba y no veía, ella no veía lo que él no había visto, ella que estaba allí, sin embargo. Y él que estaba allí. Todo salía mal, y cuanto más se equivocaban, con más aspereza querían, sin una sonrisa. Todo porque habían prestado atención, sólo porque no estaban ya distraídos. Sólo porque, súbitamente exigentes y duros, quisieron tener lo que ya tenían…”
(pág. 249)



Cosas que los nietos deberían saber, de Mark Oliver Everett
Uno de los hits literarios de la escena editorial indi actual. Libro fronterizo de un hipster al cual se le perdona el pasarse de revoluciones consigo mismo, pues su propia biografía ya da por si sola para un libro y para haber hecho los discos que este músico barbón ha publicado bajo el nombre de Eels, a saber: siendo él todavía muy joven muere su padre, un destacado físico cuántico, mientras el joven Everett intenta reanimarlo. Le sigue la muerte de su madre, del manager de la banda y la tía azafata que iba en uno de los aviones secuestrados el 11 de septiembre, además del suicidio de su hermana adorada y perturbada como una cabra. Como si fuese poco, este libro también cuenta cómo un avión se estrella en la puerta de su casa. Y ¿qué hace el chico? Canciones. Y un libro: éste. Para sus nietos si llega a tenerlos, para vivir, para sobrevivir. Bonito, ¿no?



Formas de volver a casa, de Alejandro Zambra
Los ochentas en Chile visto por un niño. La clase media. Novela sobre cómo escribir la novela que está escribiéndose en paralelo. Las imágenes de Santiago, de las micros donde uno se quedaba dormido y aparecía en otro planeta, las nuevas villas de casas pareadas en comunas distantes. Crecer con el trasfondo de un país al que perteneces de forma vicaria, pues es el país de tus padres y no el tuyo. Relato más cabal que Bonsái, su primer “EP”, y a años luz de su segundo, La vida privada de los árboles.



Estrellas muertas, de Álvaro Bisama
Otro chileno, cuya última novela acabo de terminar en el metro de camino al trabajo. Una historia sobre los noventas y el marasmo de esa década en Chile, y en provincia además, donde no pasaba nada, donde la generación de aquellos que, como el autor, ahora promedian la treintena fueron –fuimos, pues yo estoy en el mismo target, dicho sea de paso– testigos de un tiempo que se diluía entre días iguales los unos a los otros, sin ton ni son, con el walkman atronando en nuestras cabezas. La época de Frei, del suicidio de Kurt Cobain y de revoluciones sofocadas con la tele prendida hasta la madrugada a ver si por fin uno era capaz de conciliar el sueño.



Relatos de Praga, de Rainer María Rilke
Dos cuentos con la fantástica ciudad checa de fondo, con la precisión poética de la prosa de uno de sus hijos más ilustres, pese a que escribía en alemán. Cito un par de pasajes, qué otra cosa podría hacer:

“… porque del pasado sólo poseemos aquello que amamos. Y queremos poseer todo lo que hemos vivido.”
(del Prefacio)

“… y se olvidaba, como siempre, que tal vez podía tratarse de una experiencia imperceptible, una de esas decepciones profundas y silenciosas que dan a las almas delicadas la oscura certidumbre de que las cimas y los abismos de la vida son cosas del pasado y que ahora empezaría una vasta, muy vasta llanura con pequeñas hondonadas y ridículos túmulos muy cansada de correr.”
(pág 40)


Romher, de Carlos F. Heredero
Gran repaso a la obra del gran Eric Romher. Posiblemente el libro que más he subrayado de todos los que he leído. Agudos, certeros análisis de sus películas, y muy bien escogidas citas del director francés provenientes de las más diversas fuentes. Cuando el autor de este ensayo –y director de la “Cahiers du cienema” made in España– deja hablar a Romher, en todo caso, es cuando más y mejor se van abriendo las puertas de su personal universo fílmico y, en último término, vital:

“Lo que me irrita, lo que no me gusta del cine moderno, es el hecho de reducir a las personas a su comportamiento. (…) De hecho, debemos mostrar lo que hay más allá del comportamiento, aún sabiendo que sólo se puede mostrar el comportamiento. Me gusta que el hombre sea libre y responsable. En la mayor parte de las películas, es prisionero de las circunstancias, de la sociedad, etc. No se le ve en el ejercicio de la libertad. Libertad que quizá es ilusoria, pero que existe incluso a este título.”
(pág. 45)


El malogrado, de Thomas Bernhard
Recuperación editorial muy acertada. Todas las marcas distintivas del holandés, que en este libro hace una disección brutal de la amistad entre tres sujetos, dos de los cuales sucumbieron ante el genio del tercero: ni más ni menos que el pianista Glenn Gould (el más grande intérprete de Bach, qué duda cabe). El que sobrevivió al centro de gravedad de éste, a su fuerza centrífuga, mejor dicho, es quien narra la historia. Un relato, como cabe esperar de Bernhard, duro, jodido, envenenado por todos sus costados, con personajes con el alma gangrenada. Pero absolutamente adictivo.

“Si algo nos estorba, tenemos que eliminarlo, había dicho Glenn, aunque sea sólo un fresno. Y no debemos preguntarnos antes si podemos derribar el fresno, con eso nos debilitamos. Si pedimos permiso primero, nos quedamos ya tan debilitados que puede resultarnos perjudicial, y tal vez aniquilador, según él, pensé.”
(pág. 72)


Papeles falsos, de Valeria Luisseli
Esta guapa y joven mexicana está haciendo que todo el mundo hable de ella. Y se lo merece, pienso, entre otras cosas por su capacidad para articular párrafos con gracia y estilo, frases que provocan el placer más primario de la lectura cuando fluye y echa a andar los engranajes del cerebro. Acaba de publicar su primera novela, Los ingrávidos, que ya ansío leer con las expectativas que me generaron sus muy libres ensayos compilados bajo el título Papeles falsos, donde habla de todo. Así cogiendo un poco al azar, de cualquier página, suelta cosas como:

“De esta manera, el exceso de definición que adquiere un semblante con el tiempo, y que culminaría tal vez en un monstruoso exceso de identidad –en una mueca–, se contrarresta con la simultánea pérdida de esa identidad. Es quizá por ese motivo que todos los bebés y todos los ancianos se parecen entre sí sin parecerse a nadie en particular.”
(pág. 19)


Diarios de bicicleta, de David Byrne
El enorme gozo de leer un libro de viajes lleno de reflexiones sugerentes, escrito con soltura y sentido crítico. Mini ensayos sobre arte, urbanismo, el mundo, los espacios donde vivimos y cómo los habitamos, visto desde las dos ruedas de una bicicleta por el ex líder de Talking Heads que, a estas alturas, es muchísimo más que eso. Y además una edición impecable, que da gusto, que jamás competiría con el más hi tech de los formatos electrónicos, que los sobrevivirá a todos. Para leer una y otra vez y después largarse a pedalear por tu ciudad y mirar todo mejor, más claro, con los ojos nuevos.

“¿Qué tienen ciertas ciudades y sitios, que promueven actitudes específicas? ¿Son sólo imaginaciones mías? ¿Conforma la infraestructura urbana la vida, el trabajo y la sensibilidad de sus habitantes? Sospecho que bastante. Mucho me temo. Todo este discurso acerca de carriles bici, edificios feos y densidad de la población no reflexiona sólo sobre estas cosas, sino también sobre en qué clase de gente nos convierten esos lugares.”
(pág. 300)


Los enamoramientos, de Javier Marías
Prefiero no decir más que soy fan total de Marías, con lo cual esta nueva novela suya ya me vale por todas las del año. Un breve ejemplo de la maquinaria intelectual y artística del madrileño:

“Supongo que también él necesitaba enemigos, alguien a quien echar la culpa de su desgracia. Lo que hace todo el mundo, por otra parte, las clases bajas como las medias y las altas y los descalzados: nadie acepta ya que las cosas pasan a veces sin que haya un culpable, o que existe la mala suerte, o que las personas se tuercen y se echan a perder y se buscan ellas solas la desdicha o la ruina.”
(pág. 81)