A veces dan ganas de meterse una tremenda sobredosis. Fue lo que hice ayer en los cines Golem, en frente de la renovada librería 8 y Medio, en Plaza España. Tres películas al hilo, y todas buenas. Muy buenas. Lo ideal, ahora me doy cuenta, habría sido verlas una por día para digerirlas mejor. Ahora quizá deba desintoxicarme un poco. O quizás no, porque el festival 4+1 sigue hasta el domingo y todavía hay películas programadas, como Meek's Cutoff de Kelly Reichardt, que no me perdería por nada del mundo.
El lema del festival es una frase de Hitchcock: “El cine es una sala vacía que hay que llenar”. Sin embargo, pese al bajo costo de las entradas, a que las pelis son proyectadas una sola vez y que, salvo excepciones, la mayoría de éstas no entrará en la cartelera comercial, desde la butaca número 8 en la fila 6, constato que apenas hay más gente en la sala.
Decía el argentino Fogwill que un buen escritor o poeta es “aquel que lees sabiendo de antemano que te va a gustar”. Con el cine ocurre algo parecido, pienso. Me pasó con Belle Épine, la ópera prima de la francesa Rebecca Zlotowski. No sé si por el título, por el tráiler o tan sólo por el cartel, esta peli ya me había conquistado.
Hace poco había ido a ver un par de películas en cartelera bien criticadas que resultaron ser una mierda (One day y Una mujer en África). Por supuesto los que firmaron aquellas críticas ya están en mi lista negra.
De Belle Épine, en cambio, no sabía nada y, en cierto modo, ya sabía mucho. ¿Qué sabía? Que va de chicas adolescentes y de una en particular: la bellísima y atormentada/impasible Prudence, interpretada por Léa Seydoux (la chica de la disquería en Midnight in Paris, de Woody Allen).
Pero va también de carreras de moto, de adrenalina sexual, de no sentirse parte, de querer sentir algo, de escapar y perder los puntos de anclaje, de hermanas que están solas y de ausencias que se agudizan ante la presencia de los demás. De adolescentes que adolecen, finalmente, en una suerte de cruce –para mí– entre L’Eeau froid de Assayas, Crash de Cronemberg y Cinderella 80s (aquel hit comercial con Bonni Bianco y Piere Cosso), pero todo filtrado por una especie de sabiduría y sensibilidad muy personal. Tanto que ya soy fan de las películas que Rebecca Zlotowski todavía no hace y espero con la ansiedad de un heroinómano ver en el futuro.
Pausa.
Salgo de la sala a respirar un poco de aire frío y recién llovido a la calle.
El embrujo de Belle Épine no me suelta, no puedo creer lo que acabo de ver. Pero es el turno de la siguiente: el documental Nostalgia de la luz del chileno Patricio Guzmán.
El propio director la presenta ante los escasos asistentes y aprovecha de quejarse, con razón, de que su peli no tenga aún distribuidora en España. Nada más comenzar, siento que el documental habla de mí, de mi historia, de parte de mi pasado y mi antiguo entorno: el desierto de Atacama, en ese país sin memoria que es Chile, donde todavía cuesta mirar a la cara a los demás pero no se deja de mirar las estrellas.
Cuando niño, no sé muy bien porqué, también quería ser astrónomo, tal como confiesa la voz en off del propio Guzmán. Me fascinaba el firmamento, el infinito y el débil resplandor que de allí emitían los astros. Después se me pasó, me olvidé del cielo y tuve que vérmelas con la tierra. Precisamente con la tierra seca y desértica de Atacama. Recuerdo que cuando vivía en Antofagasta salía de noche con amigos en caravana para adentrarnos en los cerros pelados de un sector que por entonces llamábamos “El miedo”. Allí la única luz que existía provenía de fuera del mundo. No necesitábamos más que cerveza y las estrellas para ser felices. Conducíamos en medio de la nada para alcanzar la nada misma, compuesta de tierra y cielo solamente, lo cual, después de ver Nostalgia de la luz, me queda claro que puede llegar a ser todo.
Tanto en el suelo del desierto más árido del planeta como en el cielo transparente de este rincón en Chile, se puede –se deben– leer las huellas del pasado: es la tesis de este documental, que se mete con temas como el tiempo, los miles de desaparecidos políticos enterrados en la pampa durante la dictadura militar, la memoria y la incesante búsqueda del origen, ni más ni menos, estableciendo un sinnúmero de correspondencias que, combinadas con un montaje correcto y algo edulcorado, más el testimonio tanto de científicos como de mujeres familiares de desaparecidos, arrancó lágrimas y desató pasiones entre la concurrencia, la gran mayoría españoles por lo que pude comprobar durante el breve coloquio posterior, donde aplaudían y elogiaban a viva voz la cinta.
Yo, en tanto, permanecía lejos en el espacio y el tiempo aunque todavía en la misma butaca 8, fila 6.
A esas alturas tenía los ojos como un par de huevos fritos. Por un instante consideré retirarme a casa y descansar. Bastante había tenido, la verdad. Pero opté por entrar de nuevo a la sala 2, donde estaban a punto de proyectar la más reciente película de los hermanos Dardenne: El niño de la bicicleta, que ganó el premio del jurado este año en Cannes.
Recordé la sensación que me habían dejado dos películas suyas, El niño y El hijo. Una cierta amargura que, sin embrago, no era debida a la manipulación despiadada a lo Dancer in the dark, ese esperpento del mal gusto y el sadismo, sino más bien producto de la densidad de los temas sociales y morales que ellas trataban.
Y fieles a su estilo, los directores belgas una vez más entregan una película honda, contenida, sin sentimentalismos, dura aunque –oh, sorpresa– esta vez con algunos toques de humor, precisa y con un niño como eje de la narración: Cyril (Thomas Doret), de once años, huérfano de madre y abandonado por su padre, quien se niega a verlo o a saber de su existencia pese a vivir en la misma ciudad, pese a que es todo lo que anhela el niño, que su padre le haga un poco de caso.
Quien en cambio acaba tomándolo en cuenta es Samantha –la muy guapa y ahora madura Cecil de France–, una peluquera que acepta hacerse cargo de él los fines de semana pese al indomable aunque comprensible carácter del niño, que no deja de meterse en problemas, escaparse por puertas y ventanas y correr de un lado a otro como si fuese un pequeño animal en cautiverio, un niño que parece resucitar con más fuerzas de cada uno de los embates que le depara la vida, en medio de su temprana y esquiva búsqueda de un lugar, ya sea propio o ajeno pero a donde sienta que puedan aflorar sus afectos.
La vivaz pero triste y magullada cara del niño, debo decir, es la mitad de la película. O más de la mitad. El chico está increíble (que en este caso significa que está del todo creíble) y verlo hacer combustión montado en su bicicleta mientras recorre el hipócrita mundo que lo rodea es presenciar una de esas contadas secuencias cinematográficas que a veces son más grandes que la vida.
Salgo a medianoche agotado pero extasiado de la sala –a esas alturas era otra cosa: un cuarto propio, una puerta tridimensional, el espejo de Alicia-, felizmente narcotizado por el cóctel de fotogramas que me chuté de una. No recuerdo haber visto antes tres películas -y tan buenas- de forma consecutiva en un cine. Para todo, o casi, hay una primera vez y, claro, no siempre resulta bien, pero lo de ayer resultó de maravillas, me dejó como electrizado de emociones y, sin duda, se transformó en una jornada que difícilmente olvidaré.
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