martes, 29 de marzo de 2011

romher, los espectadores y la filmoteca

Es toda una suerte –un lujo– vivir en Lavapiés. Entre los muchos rincones que me gustan del barrio, cómo no, uno de mis preferidos es la filmoteca.
El cine Doré.
Al lado del mercado Antón Martín, por la calle Santa Isabel, y a cinco minutos andando lento desde mi casa, se encuentra este edificio de fachada rojiza y adornada con columnas. La sala principal tiene dos plantas, la baja y la galería, más palcos, un anfiteatro y un techo con formas arabescas en tonalidades azules que no dejo de mirar embobado cada vez que voy y hasta que comienza la proyección.
Hay dos salas más, una pequeña y subterránea, y una terraza que durante los meses estivales habilitan para el tradicional cine de verano, donde un improvisado bar apostado en la parte trasera ofrece vino, cerveza y otras bebidas para refrescar los pases al aire libre, con el inolvidable cielo de Madrid arriba, anocheciendo.
También, hay que decir, tiene una cafetería muy agradable y una librería especializada, por supuesto, en libros de cine.
Pero esto no sería nada sin la programación, que además de abarcar películas que no tuvieron suficiente o ninguna difusión durante su estreno, películas antiguas o inencontrables o que serían imposibles de ver hoy en día en un cine, películas mudas acompañadas con piano en vivo, clásicos remotos y contemporáneos, mes a mes, como si fuese poco, ofrece también ciclos donde se revisa la filmografía de ciertos directores o actores o bien se agrupan filmes que se enmarcan en una determinada temática.
Desde que vivo en el barrio he asistido a ciclos maravillosos, como al de Darío Argento y sus fantásticas películas trash de terror clase B (o Z, más bien, aunque la denominación oficial es cine giallo), a la revisión completa de la obra de Francoise Truffaut (aún echo de menos las aventuras de Antonie Doniel) y ahora, durante marzo, al repaso de la filmografía casi entera de Eric Romher, que he seguido con gran alegría, placer y la inminente tristeza de que el ciclo esté pronto a acabar, tan entrañables me resultan sus películas.

Felice (Charlotte Véry) en un fotogrma de Conte d'hiver (1992)

Hace unos días, minutos antes de que comenzara Cuento de Invierno, dos hombres mayores -uno de ellos, el que estaba sentado justo en la butaca de enfrente, un anciano se diría, con audífonos ortopédicos, y el otro de pie en el pasillo, no tan entrado en años como el primero, pero evidentemente deteriorado (hablaba de manera apenas entendible, parecía padecer alguna clase de parálisis facial- intentaban comunicarse, ponerse al día como si no se hubiesen visto en un largo período. Este último, el probable parapléjico, se empeñaba en contarle, modulando lo mejor que podía y subiendo el volumen, que había estado en tal o cual sitio, que había vivido en ciudades de Estados Unidos y del resto de Europa y en Marruecos, pavoneándose indisimuladamente no sólo ante su presunto amigo con el cual había coincidido en el cine, sino también ante los espectadores de alrededor que progresivamente iban ocupando las localidades: era imposible no atender a sus palabras entrecortadas y, por cierto, muy poco verosímiles: daba la impresión, transcurrido unos instantes de involuntaria escucha, y entendiéndole a medias, que sus historias, más bien, eran invenciones, fantasías producto tal vez de un cierto grado de demencia. En tanto, su interlocutor, que permanecía sentado y aún tenía un libro abierto entre las manos -con los dedos marcaba la página en que había quedado, pienso, al momento de ser abordado-, le seguía amablemente el juego, contestaba que se alegraba de verlo y de que haya viajado tanto, que él también había estado –y hasta vivido– en alguna de esas ciudades. Su tono era de una sutil condescendencia, no exenta de una pizca de compasión, imagino, con paciencia lo escuchaba como se escucha a los locos, a los desamparados o a los niños muy pequeños que no están en condiciones de comprender algunas cosas pero les basta con algo de atención. El otro, en tanto, proseguía perorando, a primera vista ajeno a lo que pudiese comentarle su "amigo" (era posible, pienso ahora, que ni se conocieran de antes). Con respecto a Romher, le decía que sus películas le parecían “un tostón”, aburridas y pretenciosas; el anciano, en tanto, se ajustaba los audífonos y declaraba que, al contrario, él pensaba que las películas del francés son bonitas, sencillas y con bellos paisajes, “hay una incluso que transcurre, me parece, en Canarias”, replicó con una voz educada y casi a los gritos debido a su sordera. El otro lo ignoraba cuando éste abría la boca, al filo de la descortesía –era imposible precisar si no era una actitud determinada acaso por su posible discapacidad física o intelectiva–, hacía ademanes de marcharse, de estar apurado o impaciente, pero no se iba, gesticulaba con afectación y continuaba balbuceando asuntos en su mayoría ininteligibles, hablaba más para sí mismo, hasta que al fin se despidió y se retiró, ufano, a ocupar -supongo- un asiento en las filas traseras. El anciano se quedó un momento con la vista fija, pensativo, como calibrando el insólito encuentro, con el libro aún abandonado entre sus manos.
Al rato se instaló un tipo más joven, de entre 30 y 40 años, en un asiento al lado suyo. El anciano se giró, lo saludó y le preguntó alzando la voz si le gustaban las películas de Romher, éste dijo que sí algo descolocado, con timidez. “¿Has visto muchas?”. “No, una nada más”, contestó el hombre todavía acomodándose. “Yo he visto varias, son muy buenas, y tienen unos paisajes... ¿Has viajado afuera de España?”. El recién llegado, sonriendo y acusando algo de vergüenza y sorpresa ante la pregunta, asintió. “Eres un chico listo”, le soltó el anciano, “yo he vivido en varios países”. El telón de la pantalla comenzó a abrirse. Antes de que apagasen las luces de la sala, el veterano cerró finalmente el libro y le dijo a su vecino de butaca, por último: “Te van a gustar sus demás películas, hay una incluso que transcurre en Canarias, me parece”. Y comenzó Cuento de invierno.

jueves, 10 de marzo de 2011

reset

Es imposible partir de cero en la vida.
Dejémonos de patrañas.
Sin embargo, nos la pasamos buscando formas de hacerlo, de poner en las condiciones iniciales a un sistema (el propio), a nosotros mismos, lo cual es válido en matemáticas, en computación, pero no en la naturaleza, y menos en la humana. No obstante, en lugar de aceptar esto, nos empeñamos en restablecer ciertos aspectos que, en determinado momento, imaginamos consustanciales a nuestra persona y que, por diferentes motivos, con el tiempo, hemos cambiado, tergiversado, adulterado, traicionado o erradicado. Algo así como volver al seno materno cuando ya es demasiado tarde.
Pero ¿cuál es el origen al que inútilmente guiamos nuestros pasos cuando nos vemos enfrentados a partir de cero? ¿Cuál es esa esencia que perseguimos? ¿Adónde la buscamos? ¿Qué encontramos en el camino? ¿Con qué nos quedamos? A veces abandonamos la búsqueda o ésta queda sin efecto al encontrar algo que quizá no buscábamos pero que nos satisface y acaba convirtiéndose en la mejor respuesta posible y, sin querer, o inconscientemente en la mayoría de los casos, nos exponemos a que vuelva ocurrir un desbarajuste tal que nos empuje, de nuevo, a pensar en resetearnos.


¿Por qué se da este comportamiento (este instinto)? Por poner, supongo, un poco las cosas en orden después del caos. Y cuando lo conseguimos, nos aferramos a ese orden, aunque desde el comienzo no nos pertenezca, aunque no lo sintamos como auténtico, porque lo auténtico se revela ante nuestra percepción, muchas veces, como lo ideal, lo utópico, como aquello que no somos ni seremos pero deseamos ser más que nada en el mundo.
De este modo emprendemos una absurda carrera por alcanzar a ese que corre siempre en frente nuestro y que, al mismo tiempo, somos y no somos, porque ¿quién puede asegurar que nuestra biografía positiva, la comprobable, sea más real que aquella que anhelamos, aquella que habita nuestras fantasías más profundas y, en el fondo, sentimos que tanto mejor nos define?

martes, 1 de marzo de 2011

la maldición de la clase media

Quit your jobs
Don't cross you fingers
Don't work for people
You can't trust

Quit their money
Leave their places
Slam the door and
Don't look back

You've been here so long
Don't take the middle curse
Don't hesitate, it's overdue
Suit or revolt, it's up to you

("middle curse", lali puna)