viernes, 28 de octubre de 2011

butaca 8, fila 6

A veces dan ganas de meterse una tremenda sobredosis. Fue lo que hice ayer en los cines Golem, en frente de la renovada librería 8 y Medio, en Plaza España. Tres películas al hilo, y todas buenas. Muy buenas. Lo ideal, ahora me doy cuenta, habría sido verlas una por día para digerirlas mejor. Ahora quizá deba desintoxicarme un poco. O quizás no, porque el festival 4+1 sigue hasta el domingo y todavía hay películas programadas, como Meek's Cutoff de Kelly Reichardt, que no me perdería por nada del mundo.

El lema del festival es una frase de Hitchcock: “El cine es una sala vacía que hay que llenar”. Sin embargo, pese al bajo costo de las entradas, a que las pelis son proyectadas una sola vez y que, salvo excepciones, la mayoría de éstas no entrará en la cartelera comercial, desde la butaca número 8 en la fila 6, constato que apenas hay más gente en la sala.

Decía el argentino Fogwill que un buen escritor o poeta es “aquel que lees sabiendo de antemano que te va a gustar”. Con el cine ocurre algo parecido, pienso. Me pasó con Belle Épine, la ópera prima de la francesa Rebecca Zlotowski. No sé si por el título, por el tráiler o tan sólo por el cartel, esta peli ya me había conquistado.


Hace poco había ido a ver un par de películas en cartelera bien criticadas que resultaron ser una mierda (One day y Una mujer en África). Por supuesto los que firmaron aquellas críticas ya están en mi lista negra.

De Belle Épine, en cambio, no sabía nada y, en cierto modo, ya sabía mucho. ¿Qué sabía? Que va de chicas adolescentes y de una en particular: la bellísima y atormentada/impasible Prudence, interpretada por Léa Seydoux (la chica de la disquería en Midnight in Paris, de Woody Allen).

Pero va también de carreras de moto, de adrenalina sexual, de no sentirse parte, de querer sentir algo, de escapar y perder los puntos de anclaje, de hermanas que están solas y de ausencias que se agudizan ante la presencia de los demás. De adolescentes que adolecen, finalmente, en una suerte de cruce –para mí– entre L’Eeau froid de Assayas, Crash de Cronemberg y Cinderella 80s (aquel hit comercial con Bonni Bianco y Piere Cosso), pero todo filtrado por una especie de sabiduría y sensibilidad muy personal. Tanto que ya soy fan de las películas que Rebecca Zlotowski todavía no hace y espero con la ansiedad de un heroinómano ver en el futuro.


Pausa.
Salgo de la sala a respirar un poco de aire frío y recién llovido a la calle.

El embrujo de Belle Épine no me suelta, no puedo creer lo que acabo de ver. Pero es el turno de la siguiente: el documental Nostalgia de la luz del chileno Patricio Guzmán.

El propio director la presenta ante los escasos asistentes y aprovecha de quejarse, con razón, de que su peli no tenga aún distribuidora en España. Nada más comenzar, siento que el documental habla de mí, de mi historia, de parte de mi pasado y mi antiguo entorno: el desierto de Atacama, en ese país sin memoria que es Chile, donde todavía cuesta mirar a la cara a los demás pero no se deja de mirar las estrellas.

Cuando niño, no sé muy bien porqué, también quería ser astrónomo, tal como confiesa la voz en off del propio Guzmán. Me fascinaba el firmamento, el infinito y el débil resplandor que de allí emitían los astros. Después se me pasó, me olvidé del cielo y tuve que vérmelas con la tierra. Precisamente con la tierra seca y desértica de Atacama. Recuerdo que cuando vivía en Antofagasta salía de noche con amigos en caravana para adentrarnos en los cerros pelados de un sector que por entonces llamábamos “El miedo”. Allí la única luz que existía provenía de fuera del mundo. No necesitábamos más que cerveza y las estrellas para ser felices. Conducíamos en medio de la nada para alcanzar la nada misma, compuesta de tierra y cielo solamente, lo cual, después de ver Nostalgia de la luz, me queda claro que puede llegar a ser todo.


Tanto en el suelo del desierto más árido del planeta como en el cielo transparente de este rincón en Chile, se puede –se deben– leer las huellas del pasado: es la tesis de este documental, que se mete con temas como el tiempo, los miles de desaparecidos políticos enterrados en la pampa durante la dictadura militar, la memoria y la incesante búsqueda del origen, ni más ni menos, estableciendo un sinnúmero de correspondencias que, combinadas con un montaje correcto y algo edulcorado, más el testimonio tanto de científicos como de mujeres familiares de desaparecidos, arrancó lágrimas y desató pasiones entre la concurrencia, la gran mayoría españoles por lo que pude comprobar durante el breve coloquio posterior, donde aplaudían y elogiaban a viva voz la cinta.
Yo, en tanto, permanecía lejos en el espacio y el tiempo aunque todavía en la misma butaca 8, fila 6.

A esas alturas tenía los ojos como un par de huevos fritos. Por un instante consideré retirarme a casa y descansar. Bastante había tenido, la verdad. Pero opté por entrar de nuevo a la sala 2, donde estaban a punto de proyectar la más reciente película de los hermanos Dardenne: El niño de la bicicleta, que ganó el premio del jurado este año en Cannes.

Recordé la sensación que me habían dejado dos películas suyas, El niño y El hijo. Una cierta amargura que, sin embrago, no era debida a la manipulación despiadada a lo Dancer in the dark, ese esperpento del mal gusto y el sadismo, sino más bien producto de la densidad de los temas sociales y morales que ellas trataban.

Y fieles a su estilo, los directores belgas una vez más entregan una película honda, contenida, sin sentimentalismos, dura aunque –oh, sorpresa– esta vez con algunos toques de humor, precisa y con un niño como eje de la narración: Cyril (Thomas Doret), de once años, huérfano de madre y abandonado por su padre, quien se niega a verlo o a saber de su existencia pese a vivir en la misma ciudad, pese a que es todo lo que anhela el niño, que su padre le haga un poco de caso.

Quien en cambio acaba tomándolo en cuenta es Samantha –la muy guapa y ahora madura Cecil de France–, una peluquera que acepta hacerse cargo de él los fines de semana pese al indomable aunque comprensible carácter del niño, que no deja de meterse en problemas, escaparse por puertas y ventanas y correr de un lado a otro como si fuese un pequeño animal en cautiverio, un niño que parece resucitar con más fuerzas de cada uno de los embates que le depara la vida, en medio de su temprana y esquiva búsqueda de un lugar, ya sea propio o ajeno pero a donde sienta que puedan aflorar sus afectos.


La vivaz pero triste y magullada cara del niño, debo decir, es la mitad de la película. O más de la mitad. El chico está increíble (que en este caso significa que está del todo creíble) y verlo hacer combustión montado en su bicicleta mientras recorre el hipócrita mundo que lo rodea es presenciar una de esas contadas secuencias cinematográficas que a veces son más grandes que la vida.

Salgo a medianoche agotado pero extasiado de la sala –a esas alturas era otra cosa: un cuarto propio, una puerta tridimensional, el espejo de Alicia-, felizmente narcotizado por el cóctel de fotogramas que me chuté de una. No recuerdo haber visto antes tres películas -y tan buenas- de forma consecutiva en un cine. Para todo, o casi, hay una primera vez y, claro, no siempre resulta bien, pero lo de ayer resultó de maravillas, me dejó como electrizado de emociones y, sin duda, se transformó en una jornada que difícilmente olvidaré.

jueves, 27 de octubre de 2011

curling

Ayer comenzó un festival de cine que se celebra en cinco ciudades simultáneamente. Se llama 4+1 y proyecta películas que no tendrán -o sera muy difícil que tengan- una distribución comercial decente y, sin embargo, a juicio de ¿quién?, me pregunto, merecen otra, esta oportunidad. Gana la que más vota el público.
En fin, en una sala semi vacía, comencé por una canadiense: Curling, de Denis Côté.

Mis pocas referencias al cine canadiense, haciendo memoria a la rápida, se remiten a la no tan reciente Juno de Reitman, varias pelis de Cronenberg y algunas de Denis Arcand, donde -en las de este último- hay decenas de personajes con ideas políticas y seudo filosóficas, como es el caso de aquel tríptico compuesto por las -para mí- demagógicas y muchas veces vergonzosas La decadencia del imperio americano, Las invasiones Bárbaras y la insoportable La edad de la ignorancia, donde los personajes hablan un montón, se pelean, gritan, lloran, se abrazan y luchan por defender sus posturas, tan humanas todas, trascendentes, pero tan de cartón a fin de cuentas.

En Curling ocurre lo contrario. Hay apenas un par de personajes, y casi no hablan, las ideas son subyacentes al discurso, prima la extrañeza como única resistencia y el director apuesta más por una estética y un tono, sin renunciar a una o varias y complejas temáticas, que por ganarse la simpatía de los bienpensantes de turno.


Curling es un juego sobre hielo donde los participantes lanzan una especie de disco que debe acercarse lo más posible a un centro.
Y aquí el dilema: ¿Hasta qué punto es buena idea acercarse al centro? ¿Hasta dónde es mejor mantenerse al margen? Porque la historia es la de un padre y una hija. Un padre que opta por criar a la niña en su casa, sin que vaya a la escuela, alejada de los peligros de la sociedad -aislada- en medio de un minúsculo poblado eternamente cubierto de nieve.

La película recuerda a Fargo en cuanto a los exteriores fríos y blancos, además de los toques de humor que a ratos afloran y sirven de contrapunto a la creciente angustia que se genera -elementos surrealistas como un tigre en medio de la nada, de la nieve- alcanzando, para mí, una forma bastante original de suspense, donde las historias no resueltas -que, por cierto, abundan- crean una inquietud genuina, distinta a la de cualquier policial o película de vampiros, aunque aquí también hay sangre, y no poca.

martes, 25 de octubre de 2011

trayectos otoñales

Fotos tomadas con el Ipod ayer durante trayectos.
De 9 a 14 a 18.30 a 19.15 a 20 y a 00.30 hrs, más o menos.

En los intervalos he trabajado, me he desplazado de un sitio a otro, he almorzado y cenado, he salido a correr, he permanecido en casa, he hablado con mis compis de piso y deambulado por el barrio.

Me gusta como en otoño, a ratos, asoma un poco el sol, pero durante casi todo el día hay viento y nubes plateadas, y el cielo tiene colores parecidos al amanecer y al atardecer: azules y violetas, sobre todo, como si la luz librase una violenta e inútil batalla por conservar algo de su calor.











martes, 11 de octubre de 2011

somewhere (imágenes del vacío)

La película comienza con un Ferrari dando vueltas en círculo y acaba con el protagonista (Stephen Dorff) bajándose del mismo y abandonándolo para echarse a andar por una carretera. Ok, es un poco spoiler, aunque no es la clase de filmes que se agotan en su argumento, tampoco es El auto fantástico, así que no hay problema, sin embargo creo que sirve como resumen, o más bien como metáfora de la trama. Lo demás es un cine que versa sobre el vacío que ocupa –que llena- los instantes de vida de un actor de Hollywood durante la promoción de una película y, como contrapunto, la compañía de su hija preadolescente (Elle Fanning) quien, sin duda, ya adolece y tanto más adolecerá en el futuro.




Todas las películas de Sofía Coppola me han gustado, desde la inquietante Las vírgenes suicidas, pasando por su hit Lost in traslation, hasta -cómo no- la bella, hipnótica, divertida y popera María Antonieta.

Y esta Somewhere, que con más de un año de retraso llega a la cartelera española, tiene todos los ingredientes que la directora mejor sabe mezclar: el desarraigo geográfico pero, sobre todo, emocional de personajes desfasados, aburridos consigo mismos, y la vacuidad vital de ricos y famosos pero sin caer en lugares comunes o discursos moralistas del tipo "pobre ricachón", debido seguramente a que es la misma sensación que Coppola, al ser tan ineludiblemente hija de, lleva experimentando –que conoce- desde su más tierna infancia, en un trasunto autobiográfico que, combinado con una puesta en escena de planos delicados y colores brillantes, muestra la vida sin brillo de seres que la directora acompaña, cuida, está con ellos y –se nota, se agradece- quiere desde sus entrañas.

Tal vez por eso resultan también entrañables. Y una sala desocupada, un pasillo de aeropuerto o una habitación de hotel pueden contener más vida en sus películas, más verdad que, no sé, una casa de pueblo repleta de familiares italianos hablándose a los gritos.

lunes, 10 de octubre de 2011

otoño

Será porque al otoño se regresa, a diferencia de las demás estaciones donde por lo general uno va o se aproxima o se prepara para ellas, que no deja de ser un período cálido a pesar de que invariablemente la temperatura comienza a descender.

***

Las hojas que ahora caen, que se desprenden y crujen bajo las pisadas de la gente, anuncian –certifican- el fin del verano -parece que fue hace ya un siglo- y presagian lo poco que queda para que estemos protegidos bajo paraguas y usando bufandas y más ensimismados que de costumbre.

***

Pero por suerte es otoño, por suerte, me digo: se avecinan días rojizos, amarillos y marrones que darán paso a la escala de grises del invierno.

***

Confío en las estaciones, en los ciclos. En los cambios de estación. En los cambios, en general. Después de vivir años en medio de un desierto –el de Atacama, el más árido del planeta-, donde apenas varían las temperaturas y sí lo hacen es tan solo del calor diurno a la gelidez nocturna, y el paisaje es desesperantemente idéntico a lo largo de todo el año, de todos los años, me consuela el otoño, me alegra que en Madrid sea otoño otra vez.

***

Una estación intermedia como la primavera, pero sin su glamur tecnicolor. Nada es mucho: ni el calor ni el frío. Ni las dudas ni las certezas. Más que a vivir, parecemos propensos a recordar o evocar, aun a sabiendas –o precisamente por lo mismo- de que estamos dejando partir los recuerdos recién creados, que serán pronto el recuerdo de un recuerdo hasta destilar en una versión remotamente similar o a veces insólita, pero nunca igual a la que dio origen a esos recuerdos.

***

Dejamos partir también a algunas personas que participaron de la fantasía estival que ahora cede ante rutinas, labores y responsabilidades.
Cambiamos hasta el playlist -que tiende a ralentizarse- en nuestros dispositivos de audio.

***

Soñamos con próximos veranos, con los que van quedando, pero dejamos de soñar con aquello que no se cumplió y, como las hojas, el viento se lleva siempre lejos.

***

Al revés de las aves migratorias, prefiero permanecer bajo estas nubes plateadas, asistir al lento marchitar de todo, como si fuese una invitación a ir más al cine, a leer más novelas: a migrar hacia adentro con la total complicidad del clima.

***

El verano tiene el encanto de la expectativa, la primavera es un estallido y el invierno le confiere al entorno una estética cautivante. El otoño, en cambio, es señal de madurez tirando a fruta podrida, de lo perdido, de las cosas que terminan llegado su momento. Durante el otoño renunciamos sin darnos cuenta, nos rendimos y aprendemos una vez más que, como cantaba Moris, nada puede escapar y todo tiene un final.

Un final que comenzará, gracias al cielo, de nuevo el próximo año.

Dos de las más emblemáticas musas de Romher, Marie Rivière y Béatrice Romand, en Cuento de Otoño.

domingo, 2 de octubre de 2011

the go! team

Una de las preguntas que se harán tanto los productores como los sellos discográficos, además de los mismos músicos, es cómo dar a conocer -a escuchar, en este caso- tal o cual disco o canción, o a tal grupo, sobre todo en una era digital que convive -todavía- con la analógica. ¿Dejará de existir esta convivencia en el futuro? No creo: lo analógico, está visto, seguirá existiendo, aunque de otra forma, a otra escala.
Durante mi infancia melómana, los créditos de los casetes eran clave, en ellos descubrí, por ejemplo, el clásico "(Lennon/ McCartney)" para designar a quién pertenecía una canción. Luego en los CDs buscaba las letras y, a veces, alguna foto, además de, en ciertos álbumes como, especialmente, los de Elvis Costello, textos que funcionaban como prólogo a las once o doce canciones que configuraban el LP. Paralelamente miraba programas de tevé musicales tipo MTV (¿existe aún?), Later with Jools Holland o La página del rock (por ATC, Argentina). Leía revistas. Y desde siempre, del principio hasta ahora, y espero que también en el futuro, pues es el mejor de los métodos, me enteraba de novedades o memorabilia por recomendaciones de gente confiable a este respecto, amigos. Y ahora, además, por la aleatoriedad de la red, con programas como Spotify, que sugiere asociaciones musicales según tus búsquedas.
Así, de esta última manera, descubrí a The Go! Team y sus felices temas setenteros, mezcla desprejuiciada de funk, soul, el tipo de música medio destartalada pero irresistible que acompaña las persecuciones de coches en las películas de acción baratas, y noise, hiphop y rock. Como en otros tiempos, el que busca siempre encuentra, y en esta oportunidad no me podía venir mejor un combinado tan para arriba como el de estos ingleses.