sábado, 21 de abril de 2012

las miradas más tristes

“La humanidad persiste irredimiblemente en la caverna platónica, aún deleitada, por costumbre ancestral, con meras imágenes de la verdad.”
Susan Sontag, Sobre la fotografía

Cuando sobreviene el momento en que, luego de encender un cigarrillo, Harriet Andersson –Monika– baja la vista, se ensimisma, parpadea y gira posando duramente los ojos enormes sobre el infinito que tiene en frente, sobre uno, sobre mí, me desarmo, por un instante contengo la respiración, ahora sabe que ya no hay horizonte posible, y Bergman se queda allí con toda la libertad del mundo, en uno, en ella, un buen rato: ensombrece el fondo y nos acerca con zoom a su alma en cada detalle del rostro, de la piel, en sus labios, mientras la alegre música se hunde en ruido y humo junto a ella y junto a cada uno de nosotros que, precisamente por ser aludidos con su mirada, en lugar de condenar a Monika, es quizá cuando más cerca suyo nos sentimos y más nos duele su tristeza.



La tristeza del rendimiento incondicional y las pasiones saboteadas por cuenta propia.

"En Sommarlek (Un verano con Mónica) el tierno y hermoso verano terminaba trágicamente. Pero en Monika, al placer se une inmediatamente lo sórdido, y a la felicidad el tedio. Los modernos Robinsones, Monika y su Jules, que sólo tienen un saco de dormir para resguardar su amor, darán pronto la espalda a la alegría para revolcarse en el hastío. Hay que ver Monika aunque sólo sea por esos extraordinarios minutos en los que Harriet Andersson, antes de volver a acostarse con un tipo al que había dejado plantado, mira fijamente a la cámara, con sus ojos burlones empañados de desasosiego, tomando al espectador por testigo del desprecio que siente hacia sí misma por elegir involuntariamente el infierno en lugar del cielo. Es el plano más triste de la historia del cine", dijo Godard de esta película fechada en Suecia el 53.
Y vaya si tenía razón.

Se acaba la proyección sin créditos finales (estilo Bergman), encienden las luces y a la calle. Salgo de la filmoteca pensando en esa mirada.
En las miradas.
En los ojos más tristes del cine (que no es otra cosa que mirada).
En el impacto que hay en el reconocimiento mutuo de la mirada cuando ésta recae en uno como espectador, pero al mismo tiempo mucho más allá de uno, más allá de cualquier cosa, como la de Harriet Andersson anoche en el cine.

Como la de Leonard (Joaquin Phoenix) –recordé- al final de Two lovers, la peli de James Gray. La historia de otro soñador vencido. Otro que al dejarse caer, esta vez en los brazos de la mujer real (Vinessa Shaw) y no en los de su ideal (Gwyneth Paltrow), asume su derrota, sintetiza el salto que da en las primeras escenas cuando intenta suicidarse como una forma de seguir vivo, aunque eso no signifique demasiado, y abraza a la hogareña Sandra (Shaw), la mujer real, con la misma desesperación que a un poste, baja la vista y la levanta hacia nosotros, hacia el lente, desencajada y perdida como se pierden las cosas que nunca se tuvieron.

Sobre miradas de película, sobre otra mirada ante la cual, por cierto, sucumbí en la bendita filmoteca, sobre la mirada de Kim Novak en Vértigo, el propio James Gray admite: “Hacía unos veinte años que no veía Vértigo, cuando se la puse al equipo, justo antes de rodar Two lovers, por el personaje de James Stewart, que se enamora de una imagen idealizada… hacia los dos tercios del film, se encuentra con Kim Novak en la calle y la reconce, van al hotel y ella se gira hacia la cámara, justo antes del flashback explicativo. No sé por qué, en ese momento me deshice en lágrimas. Una de las razones por las que Vértigo es tan grande y tan precisa emocionalmente, es porque el filme la ‘valida’, a ella, como persona. Se convierte en una persona tan importante como él.”



Otros ojos que interpelan, aunque con un signo algo menos trágico, son de los de Giulietta Masina en Las noches de Cabiria, de Fellini. Ella es una prostituta buena y romántica que recibe una y otra vez golpes bajos, es engañada y traicionada debido a su ingeniudad, la misma ingenuidad que parece salvarla y es la que trasluce en su icónica mirada recién llorada que se detiene un segundo en la cámara, un destello apenas, como diciéndonos no se preocupen, estaré bien. Quizá el personaje de Giulietta Masina tampoco ve un horizonte al fijar la vista sino sólo infinito, pero ella, a diferencia de los otros personajes, todavía es capaz de ver el infinito con benevolencia o al menos no reconocerlo como abismo insalvable.



La triste mirada más triste y abismada de todas, la más melancólica y la más bella, sin embargo, quizá sea la de Lucy Muir, Gene Tierny en En el fantasma y la señorita Muir, de Joseph Mankiewicz. En ella se concentran todas las ilusiones. Las más grandes. Y al mismo tiempo contiene el insoslayable peso de la realidad, de lo real de su vida, en la cual se abre una verdadera puerta tridimensional al ver un cuadro colgado en la casa donde se acaba de mudar, un cuadro con el retrato de un capitán de barco del cual, digamos, se enamora -del fantasma del capitán. O sea de alguien que está más allá de su tiempo y espacio. Es la máxima idealización concebible. La imposible historia de un amor total que para tener éxito, paradójicamente, precisa de que muera nuestra heroína, la señorita Muir, y así al fin pueda coincidir con el capitan.



“La vida de Lucy, su tiempo, el tiempo de su materialidad, el que está sujeto a transcurso y ella tenía asigando, aquel en el que las cosas todavía podían suceder, ha fluído en la soledad y el vacío. No en la nostalgia del capitán exactamente, ya que él la eximió de recordar cuando le dio sus instrucciones antes de salir por el balcón, un regalo extraordinario, el más delicado: eximirnos de recordar”, dice sobre esta película, su favorita, Javier Marías, en un entusiasta y certero ensayo compilado en el volumen Donde todo ha sucedido.

En el caso de este filme, de 1947, curiosamente asumido por Mankiewicz como un encargo menor, de aprendizaje, la mirada a la que nos enfrenta es, más bien, a la misma que se enfrenta la joven viuda Lucy Muir: a la del capitán pintado en el cuadro, como invitándonos a participar también de la fantasía de sacarlo de la pintura. De la fantasía elegida a cambio de la realidad. Ese es el trato.

Cuando programaron esta película, en mayo de 2011, fui a sus dos únicos pases en la filmoteca. Recuerdo la excitación que sentí al verla por primera y –más– por segunda vez. Cómo amé a la señorita Muir. Su hermoso aislamiento, todo el tiempo como en éxtasis (“una forma de amor, un remedio de ser feliz”), su fascinación por la muerte igual a casi todos los demás personajes aludidos antes (menos quizá Giulietta Masina). Todos encarnan el ideal romántico del soñador, abatidos constantemente por el desface entre la realidad y lo que imaginan de ésta, pero tal vez –y acá lo más común ya no solo a ellos sino a todos y tan común que nos lo dicen mirándonos a los ojos- abatidos sobre todo por la conformidad, por su dolorosa y, en el fondo, inocente aceptación.
La gris materia de la cual están hechas estas miradas.

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