viernes, 12 de noviembre de 2010

we will survive

Llega un momento en que comienzas a resistir. Por lo menos durante un periodo; en muchas ocasiones, durante toda la vida. No te das ni cuenta y abandonas la pelea.
Ya sea por ganada, perdida o –más triste aún– por olvidada abandonas la lucha y entonces resistes. Te aferras a lo que sea que hayas conquistado y resistes, por mucho que esa conquista no te corresponda, no te sirva, aunque sea imposible identificar siquiera una bandera que enarbolar, aunque no merezca la pena y lo conquistado no sea más que el residuo de lo que no conseguiste conquistar originalmente y lo que queda es con lo que te quedas, que será poco pero es más que nada, mero premio de consuelo, pero, mal que nos pese, nuestro -si existe acaso algo realmente nuestro.
Así resiste la memoria, el cuerpo y el alma (¿alma dije?).

Hay resistencias que connotan cierto aire de valentía –de nobleza–, como la de los rehenes que se niegan a delatar a lo que sea que guarden fidelidad pese a las torturas de sus captores, por ejemplo.
Los argentinos, que entre paréntesis tienen hasta una ciudad –capital de la provincia del Chaco– llamada Resistencia, han debido atravesar toda clase de dificultades durante la última década, y ellos, propensos por naturaleza a transformar palabras y adoptarlas como conceptos propios, hablan del “aguante”. Se le pide a su gente y a sus ídolos –sean músicos, futbolistas o hasta al más insignificante de los personajillos de la tevé– que aguanten: “Aguante Charly”, “aguante Boca”, “aguante Maradona”…
En Chile, como prueba de nuestra pasmosa capacidad de sumisión, “apechugamos” o “aperramos”. Alguien “aperrado” es alguien que resiste… como perro, deduzco. Pero los perros –ojo– son los animales domésticos –domesticables– por definición, susceptibles como ningún otro (además de los humanos) a ser adiestrados, a obedecer, a someterse, en definitiva, a la voluntad del amo.
Es curioso pero, en cambio, en España, donde se ha padecido durante cuarenta años a un siniestro dictador, además de varias otras vicisitudes –la crisis económica la más reciente de ellas–, los peninsulares no parecen haber adoptado una palabra equivalente para designar esta ambigua condición, esta forma de ser y estar en la vida. Por algo será que, con o sin euros en el bolsillo, los bares y restaurantes siguen llenándose, los festejos no cesan, en Madrid al menos, y todo parece encontrar una suerte de acomodo más cercano a la resignación –a la evasión, mejor dicho– que a la resistencia.

En la mitología griega, se supone que Zeus condenó al fortachón de Atlas a cargar sobre sus hombros con el peso de los cielos, aunque el titán sea representado habitualmente resistiendo el peso de un globo terráqueo.
Los mismos griegos proclamaron el estoicismo, tal vez el non plus ultra de la resistencia como moral, donde defendían la razón y la virtud como fuentes únicas para alcanzar la plenitud, y postulaban huir de la pasión (del phatos) como de la peste por ser esta incontrolable.
Más de veinte siglos después: la traducción al español de la magnífica canción "I will survive" es "Resistiré".
Entonces, ¿sobrevivir = resistir? Pues parece una ecuación más que aceptable, sobre todo porque en este caso, el de la canción, a lo que se sobrevive es justamente a una pasión.

No por nada las primeras entradas que ofrece la RAE para definir el término “Resistir” son:
1. tr. Tolerar, aguantar o sufrir.
2. tr. Combatir las pasiones, deseos, etc.
3. intr. Dicho de un cuerpo o de una fuerza: Oponerse a la acción o violencia de otra.
4. intr. Dicho de una persona o de un animal: pervivir.

Estatua del titán griego Atlas en NY

En un texto escrito por Ernesto Sábato, llamado precisamente La resistencia, el autor de Sobre héroes y tumbas dice:

“Antes, cuando la vida era menos dura, yo hubiera entendido por resistir un acto heroico, como negarse a seguir embarcado en ese tren que nos impulsa a la locura y al infortunio. ¿Se le puede pedir a la gente del vértigo que se rebele? ¿Puede pedirse a los hombres y a las mujeres de mi país que se nieguen a pertenecer a este capitalismo salvaje si ellos mantienen a sus hijos, a sus padres? Si ellos cargan con esa responsabilidad, ¿cómo habrían de abandonar esa vida?”

Está la resistencia de los pueblos (la indígena, la judía), la resistencia armada de los países -todas implican una defensa ante una amenaza externa-, la resistencia eléctrica, la térmica y la de los materiales. Están también las carreras de resistencia: la resistencia aeróbica. Pero también hay otro tipo de resistencia menos definida, pero tal vez más ardua y frágil y esquiva, invisible hasta para uno mismo, la del individuo común y corriente, un poco la que alude Sábato en la cita precedente. La resistencia de todos los días. La resistencia no necesariamente valiente de cualquiera de nosotros frente a los asuntos cotidianos.

Matt Bellamy, el líder de Muse, cuyo último álbum, dicho sea de paso, se llama The resistance, declara en una entrevista que:

“I think people of my generation in the West have enjoyed quite an insulated existence. My nan, who’s in her 90s, always reminds me about those who lived through wars. They know about change and struggle and resistance. Who knows, we might have to experience all that again.”

Pero estas vidas “aisladas”, de algún modo, no creo que estén exentas ni a salvo de resistir, por mucho que no se desenvuelvan en medio de una guerra mundial. Lo que ocurre es que ya no sabemos del todo frente a qué resistimos.
Intuimos, no obstante, que debemos tener paciencia, que estamos obligados a tragar, que nuestros músculos internos y externos deben oponer a diario una fuerza igual o mayor a cuanto nos vemos expuestos, ya sea a un trabajo, la familia, una pareja –o a la ausencia de estos–, a las obligaciones, al entorno o incluso a la cadena entera de actividades a las que dedicamos nuestro tiempo. Y nos podemos pasar la vida perfeccionando nuestra resistencia con tal de no ceder, nuestra capacidad para doblarnos sin rompernos, de no asumir el riesgo que esto implicaría. Un riesgo que, en el peor de los casos, podría perjudicar a otra gente, a las personas cercanas, como advierte Sábato, lo que lo convierte –al riesgo, a su posibilidad– en una garantía de orden (cívico, social), por una parte, pero también en una forma de violencia contra uno mismo por otra.

“Es lo que tenemos los cobardes, siempre hay alguien cerca para justificar nuestra pasividad.” Lo dice el protagonista de una novela corta llamada El Jardín del zaragozano Andrés Cirac, quien con este relato acaba de ganar un concurso y debuta como novelista. La historia gira en torno a un hecho central: en el patio trasero de la casa donde un hombre vive junto a su familia, se instala otro hombre, un desconocido en medio de su jardín que se abraza a un limonero sin darle explicaciones a nadie. Esto desencadena una compacta y precisa ficción sobre fracasos y omisiones íntimas.

“… la vida no es lo que queremos sino lo que tenemos”, dice el protagonista y narrador. “Es evidente que esta no es la vida que yo hubiera deseado, es evidente que no siento mi vida como algo propio que pueda identificar con mi ser. ¿Quién es el responsable? Marta y las nenas, e incluso mi suegro, no son culpables, tal vez en el fondo son mis víctimas, porque yo soy la anomalía que se ha interpuesto en sus vidas; soy yo quien, cobardemente, ha elegido una vida que no me correspondía junto a personas que no me correspondían.”

La historia transcurre de un día para otro, desde que aparece este desconocido incomprensiblemente aferrado al árbol, hasta que el hombre que habita la casa, borracho y confundido, arremete a palos contra él –una suerte de “aleph” suyo– al día siguiente. Un abogado lo intenta convencer de que se salve mintiendo, pero su reacción es otra, una que para no abusar de los spoilers no revelaré, sin embargo las últimas palabras que conocemos de este personaje son elocuentes: “Resistir, esa es mi meta. Resistir. El porqué y el para qué todavía tengo que descubrirlo.”

Ahora que en Madrid se ha instalado el otoño, con su lento arrasar de hojas, viento frio y cielos nublados, ahora que el ánimo recobrado durante las vacaciones de agosto tiende a agrietarse, que el verano y su influjo vital se diluyen dentro de cada uno, más se notan nuestras marcas de resistencia, inútilmente disimuladas en los rostros que vemos en la calle, en el propio reflejo, peatones que salen cada mañana a sus trabajos o a donde sea que se dirijan, automovilistas frente a un semáforo que se transportan como envasados al vacío, ciclistas que disputan cada vereda y trecho de asfalto con estos últimos, los que –como yo– deben usar el metro o el autobús, restringidos a unos pocos centímetros cuadrados de efímera comunión para llegar a cumplir con nuestros compromisos, feligreses que aturden la conciencia en los bares y deportistas eventuales que se ejercitan en gimnasios o lugares públicos... Todos, en cierta medida, resistiendo, ¡por qué, para qué!, esperando, soñando con el momento de vencer al fin tales resistencias mientras éstas no hacen más que fortalecerse... tan a nuestro pesar.


A mi juicio, la mejor versión de este temazo, por Cake

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