Correr en círculo, intentar escapar del control y el temor al aburguesamiento son algunos síntomas que acusan estos personajes: seres que sucumben ante el aparente abanico de libertades que se les ofrece más que ante el examen de autoconciencia colectiva propio de ese otro y más conocido cine germano obsesionado con el pasado bélico y el discurso grandilocuente políticamente correcto.
Pero el nuevo cine alemán o, más bien, el de la llamada Escuela de Berlín, opera al revés, es realista y estilizado como cierto cine oriental de corte minimalista, y por lo visto -por lo leído, sobre todo, ya que dentro y fuera de Alemania su difusión ha sido exigua o limitada a festivales independientes- tampoco es tan nuevo. Sus orígenes están en medio de los noventa y se desarrolla durante los dos mil.
A este período precisamente corresponde -además de, según creo, capturarlo- el primer largo de María Speth, In den Tag hinein (2001), cuya traducción sería “Entrado el día” o “Bien adentro del día” o “En el fondo del día” aun cuando en inglés se simplificó como The days between. El dato no es superfluo pues no por nada buena parte del filme transcurre a esas horas cuando todavía no es de noche pero tampoco de día: la hora azul o mágica, que puede ser poco antes de que amanezca o de que anochezca, y es cuando los jóvenes protagonistas –dos adolescentes tardíos– discurren y juntan sus soledades, estirando las horas del día o la noche hasta transformarlas en un tiempo fantasmal y perfecto para que tengan lugar sus citas.
Lynn (Simone Timoteo) reside en el departamento de su hermano junto a la familia de éste: su esposa y sus dos hijas. Vive en una habitación y en el cuarto de baño más que en la casa misma. Trabaja de cajera en un comedor universitario y de go go dancer en un club. En la medida que se distancia de su novio, un pragmático y frío nadador más interesado en entrenarse que en ella, conoce a Koji (Hiroki Mano), un estudiante japonés que apenas habla alemán pero con quien dará paseos en bicicleta, robará en un centro comercial y se emborrachará mirando los aviones; con él compartirá un sentido de libertad y ligereza que no logra con los demás.
Koji, por supuesto, se enamora de ella, y su éxtasis (ilustrado en un notable y solitario baile al ritmo de Miles David mientras Lynn yace ebria en su cama al amanecer) se entiende a partir de una de las premisas de esta película: máximo de conexión con el mínimo de palabras o ninguna.
Por esto no es de extrañar que Lynn se comunique más y mejor con quienes no puede usarlas, con Koji, desde luego, o con una de sus sobrinas que es muda y con quien habla a través de señas, transformando los silencios, el silencio, de pronto, en una extraña forma de comunión al mismo tiempo que la alejan de su vida real sujeta a responsabilidades y compromisos, sumiéndola finalmente en el fondo de sí misma.
Maria Speth, la directora, comprende lo que enunció como dogma artístico Vladimir Nabokov: “en el arte elevado y en la ciencia pura el detalle lo es todo”, y acentúa la condición de su heroína al mostrarla tras el reflejo de vidrios o frente a espejos quitándose el maquillaje o metida en la bañera donde flota -languidece- a diferencia de su novio que nada a toda velocidad. Y así, vía planos largos que se suceden como los días, con y sin aparente sentido, una minuciosa observación y un preciso control del ritmo que impone al espectador un nivel de atención suficiente como para implicarlo (o aburrirlo según la paciencia y concentración de éste), sabemos de Lynn y asistimos a sus tribulaciones y adolescencias que, en lugar de conducirla hacia una posible adultez o estabilidad emocional, la sitúan en un punto muerto, en un callejón sin salida frente a un mundo al que siente que tiene que rendir cuentas aun cuando ni siquiera crea en él.
La insularidad, la rabia de Lynn con respecto a su contexto tiene que ver con una forma de rebelión al sentirse atrapada en el presente antes que en el pasado, como ocurre con los personajes de aquel cine alemán contemporáneo pero con los ojos puesto en la Historia con mayúsculas, presupuesto holgado y moral autocompasiva y exportable cuyos ejemplos más plausibles son La caída o La vida de los otros, dos muestras recientes de cine ajustado a lo que se espera fuera e incluso dentro de Alemania -a juzgar por la taquilla- del cine alemán.
La película de Speth, pese a su enorme contemporaneidad, en este sentido, comparte más rasgos con ese género literario tan alemán que es el romanticismo de fines del siglo XVIII: la prevalecencia de los sentimientos sobre la razón y la técnica, la melancolía, la búsqueda de libertad versus el aislamiento, el amor y la muerte, la desesperación existencial del individuo frente al choque que le supone la realidad y la preferencia por paisajes naturales que den cuenta de sus tumultuosos sentimientos, que en este caso son urbanos, impersonales y berlineses, paisajes de cemento donde Lynn y Koji se acompañarán en eventos nada extraordinarios pero dotados de una gran carga emocional, que es lo que se resalta finalmente en cada plano. ¿De qué otra cosa -parece decirnos la directora- puede servir una historia si no es para dar cuenta de las emociones humanas?
“La humanidad persiste irredimiblemente en la caverna platónica, aún deleitada, por costumbre ancestral, con meras imágenes de la verdad.”
Susan Sontag, Sobre la fotografía
Cuando sobreviene el momento en que, luego de encender un cigarrillo, Harriet Andersson –Monika– baja la vista, se ensimisma, parpadea y gira posando duramente los ojos enormes sobre el infinito que tiene en frente, sobre uno, sobre mí, me desarmo, por un instante contengo la respiración, ahora sabe que ya no hay horizonte posible, y Bergman se queda allí con toda la libertad del mundo, en uno, en ella, un buen rato: ensombrece el fondo y nos acerca con zoom a su alma en cada detalle del rostro, de la piel, en sus labios, mientras la alegre música se hunde en ruido y humo junto a ella y junto a cada uno de nosotros que, precisamente por ser aludidos con su mirada, en lugar de condenar a Monika, es quizá cuando más cerca suyo nos sentimos y más nos duele su tristeza.
La tristeza del rendimiento incondicional y las pasiones saboteadas por cuenta propia.
"En Sommarlek (Un verano con Mónica) el tierno y hermoso verano terminaba trágicamente. Pero en Monika, al placer se une inmediatamente lo sórdido, y a la felicidad el tedio. Los modernos Robinsones, Monika y su Jules, que sólo tienen un saco de dormir para resguardar su amor, darán pronto la espalda a la alegría para revolcarse en el hastío. Hay que ver Monika aunque sólo sea por esos extraordinarios minutos en los que Harriet Andersson, antes de volver a acostarse con un tipo al que había dejado plantado, mira fijamente a la cámara, con sus ojos burlones empañados de desasosiego, tomando al espectador por testigo del desprecio que siente hacia sí misma por elegir involuntariamente el infierno en lugar del cielo. Es el plano más triste de la historia del cine", dijo Godard de esta película fechada en Suecia el 53.
Y vaya si tenía razón.
Se acaba la proyección sin créditos finales (estilo Bergman), encienden las luces y a la calle. Salgo de la filmoteca pensando en esa mirada.
En las miradas.
En los ojos más tristes del cine (que no es otra cosa que mirada).
En el impacto que hay en el reconocimiento mutuo de la mirada cuando ésta recae en uno como espectador, pero al mismo tiempo mucho más allá de uno, más allá de cualquier cosa, como la de Harriet Andersson anoche en el cine.
Como la de Leonard (Joaquin Phoenix) –recordé- al final de Two lovers, la peli de James Gray. La historia de otro soñador vencido. Otro que al dejarse caer, esta vez en los brazos de la mujer real (Vinessa Shaw) y no en los de su ideal (Gwyneth Paltrow), asume su derrota, sintetiza el salto que da en las primeras escenas cuando intenta suicidarse como una forma de seguir vivo, aunque eso no signifique demasiado, y abraza a la hogareña Sandra (Shaw), la mujer real, con la misma desesperación que a un poste, baja la vista y la levanta hacia nosotros, hacia el lente, desencajada y perdida como se pierden las cosas que nunca se tuvieron.
Sobre miradas de película, sobre otra mirada ante la cual, por cierto, sucumbí en la bendita filmoteca, sobre la mirada de Kim Novak en Vértigo, el propio James Gray admite: “Hacía unos veinte años que no veía Vértigo, cuando se la puse al equipo, justo antes de rodar Two lovers, por el personaje de James Stewart, que se enamora de una imagen idealizada… hacia los dos tercios del film, se encuentra con Kim Novak en la calle y la reconce, van al hotel y ella se gira hacia la cámara, justo antes del flashback explicativo. No sé por qué, en ese momento me deshice en lágrimas. Una de las razones por las que Vértigo es tan grande y tan precisa emocionalmente, es porque el filme la ‘valida’, a ella, como persona. Se convierte en una persona tan importante como él.”
Otros ojos que interpelan, aunque con un signo algo menos trágico, son de los de Giulietta Masina en Las noches de Cabiria, de Fellini. Ella es una prostituta buena y romántica que recibe una y otra vez golpes bajos, es engañada y traicionada debido a su ingeniudad, la misma ingenuidad que parece salvarla y es la que trasluce en su icónica mirada recién llorada que se detiene un segundo en la cámara, un destello apenas, como diciéndonos no se preocupen, estaré bien. Quizá el personaje de Giulietta Masina tampoco ve un horizonte al fijar la vista sino sólo infinito, pero ella, a diferencia de los otros personajes, todavía es capaz de ver el infinito con benevolencia o al menos no reconocerlo como abismo insalvable.
La triste mirada más triste y abismada de todas, la más melancólica y la más bella, sin embargo, quizá sea la de Lucy Muir, Gene Tierny en En el fantasma y la señorita Muir, de Joseph Mankiewicz. En ella se concentran todas las ilusiones. Las más grandes. Y al mismo tiempo contiene el insoslayable peso de la realidad, de lo real de su vida, en la cual se abre una verdadera puerta tridimensional al ver un cuadro colgado en la casa donde se acaba de mudar, un cuadro con el retrato de un capitán de barco del cual, digamos, se enamora -del fantasma del capitán. O sea de alguien que está más allá de su tiempo y espacio. Es la máxima idealización concebible. La imposible historia de un amor total que para tener éxito, paradójicamente, precisa de que muera nuestra heroína, la señorita Muir, y así al fin pueda coincidir con el capitan.
“La vida de Lucy, su tiempo, el tiempo de su materialidad, el que está sujeto a transcurso y ella tenía asigando, aquel en el que las cosas todavía podían suceder, ha fluído en la soledad y el vacío. No en la nostalgia del capitán exactamente, ya que él la eximió de recordar cuando le dio sus instrucciones antes de salir por el balcón, un regalo extraordinario, el más delicado: eximirnos de recordar”, dice sobre esta película, su favorita, Javier Marías, en un entusiasta y certero ensayo compilado en el volumen Donde todo ha sucedido.
En el caso de este filme, de 1947, curiosamente asumido por Mankiewicz como un encargo menor, de aprendizaje, la mirada a la que nos enfrenta es, más bien, a la misma que se enfrenta la joven viuda Lucy Muir: a la del capitán pintado en el cuadro, como invitándonos a participar también de la fantasía de sacarlo de la pintura. De la fantasía elegida a cambio de la realidad. Ese es el trato.
Cuando programaron esta película, en mayo de 2011, fui a sus dos únicos pases en la filmoteca. Recuerdo la excitación que sentí al verla por primera y –más– por segunda vez. Cómo amé a la señorita Muir. Su hermoso aislamiento, todo el tiempo como en éxtasis (“una forma de amor, un remedio de ser feliz”), su fascinación por la muerte igual a casi todos los demás personajes aludidos antes (menos quizá Giulietta Masina). Todos encarnan el ideal romántico del soñador, abatidos constantemente por el desface entre la realidad y lo que imaginan de ésta, pero tal vez –y acá lo más común ya no solo a ellos sino a todos y tan común que nos lo dicen mirándonos a los ojos- abatidos sobre todo por la conformidad, por su dolorosa y, en el fondo, inocente aceptación.
La gris materia de la cual están hechas estas miradas.
Parece siempre implicar culpa o ser sinónimo de bajeza moral.
Hace poco le decía a una amiga a la salida del cine que suelo interesarme más por frivolidades que por el calentamiento global, la economía internacional, el hambre en África o la violencia en Latinoamérica. Y es verdad. Me preocupa más la programación de la filmoteca de mi barrio que las fechorías -consignadas a diario en la prensa, como en bucle- de mequetrefes y todo tipo de mafiosos repartidos por el mundo. Pero en días como hoy o como cualquier día, en realidad, al encontrarme una foto del rey de España en Botsuana con un rifle al hombro y un elefante muerto a sus espaladas o al leer las afrentas entre empresarios y políticos españoles y argentinos por petróleo, no sé muy bien cómo reaccionar, si con asco o risa, con indiferencia o enfado.
Todo parece moverse a toda velocidad. Pero en ninguna dirección. O en todo caso en la equivocada.
Para calmar la ansiedad me voy a la sección de cultura, a ver si hay mejores noticias. Y no: la crítica italiana ha destrozado la última película de Woody Allen, To Rome with Love, acusando al director –tal como pasó acá con Vicky Cristina Barcelona hace cuatro años- de abusar de lugares comunes, de apelar a una visión propia del “turismo más básico y trillado de la ciudad eterna”. Allen aclaró que se limita a plasmar las impresiones que tiene de las ciudades donde rueda y que no posee un conocimiento profundo sobre la vida política y cultural de Italia.
Faltaba más. ¿No hizo lo mismo recientemente con Midnight in Paris, su premiado y taquillero filme-homenaje a la capital francesa? Puede que Midnight in Paris sea mejor película –ya veremos–, pero también en ella abundan las postales, la mirada del turista. Sin embargo, con Vicky Cristina Barcelona los críticos y el público local se ensañaron acusando a Allen de cometer estas mismas “faltas”, sin reparar demasiado en que la historia estaba narrada desde la perspectiva de las protagonistas: dos turistas estadounidenses precisamente (Scarlett Johansson y Rebecca Hall). Por eso visitan la Sagrada Familia de Gaudí y van a museos de arte contemporáneo. Son turistas en vacaciones, ni más ni menos, durante las cuales descubren variantes del amor y la pasión, se acercan y se alejan de sí mismas, se atreven y se contienen como en medio de una fantasía o del cuento de hadas que deben asumir o no asumir antes de regresar a sus vidas. Son turistas pero no por eso, no por no mirar desde dentro y con conciencia cabal del entorno y sus códigos, no van a experimentar emociones reales y transformaciones profundas.
Después de todo, también las ensoñaciones de Owen Wilson en Midnight in Paris son las de un turista, las de un trasplantado que imagina su vida como una novela, entre libros y artistas y en otras épocas. Por eso no es de extrañar que la mirada de Scarlett Johansson al final de Vicky Cristina Barcelona en el aeropuerto, pronta a regresar a Estados Unidos, si al arribar a la capital catalana estaba llena de expectativas, ahora estuviese triste y ensimismada. El hechizo barcelonés comienza a disolverse, el cuento donde ella era un hada llega a su fin y sus ojos miran como cobrando conciencia que las hadas sólo existen en los cuentos, lo que no quita que esa existencia pueda significar o sentirla como más auténtica que la de su vida cotidiana.
La clase de cuestiones de las que suele ocuparse, en todo caso, Woody Allen en sus películas.
La clase de cuestiones, entre otras varias, por las que me gustan desde hace más años de los que me gustan las películas de cualquier otro director. Incluso estas "frivolidades turísticas" sin épica, siento, restablecen por un instante la armonía moral del mundo.
Así y todo, me pregunto si debiera culparme por quedarme pensando en estas cosas –ah, la frivolidad– más que en los elefantes del rey o el petróleo en Argentina. Reyes, políticos deshonestos, abyectos o tarados abundan, así como turistas, pero como Woody Allen no hay tantos, por mucho que adopte la visión de uno de ellos en sus últimas pelis. Y qué tanto.
Hasta ahora, he de admitir, no había experimentado el menor deseo de visitar Roma. Por prejuicio hacia los tópicos, porque imagino hordas de turistas haciendo cola afuera del Coliseo, puestos de pizza y esculturas en cada esquina e italianos con gafas D&G doradas creyendo que se ven elegantes… Pero quizá, cuando estrenen To Rome with Love, me entren ganas al fin de visitar esta ciudad aunque sólo sea porque la filmó Woody Allen.
Los viajes, de por sí, lo sacan a uno del estado piloto automático en que solemos vivir la vida cotidiana, por eso regresar al punto de partida puede fácilmente transformarse en un bajón.
Una de las primeras cosas que hago al llegar no es tanto descansar o deshacer la maleta sino ir al cine.
No ver una peli en computador o –imposible- en un aparato de tv, sino meterme al cine, y solo, por mucho que en las demás circunstancias me guste ir acompañado.
Ir como rutina, como ritual, pero sobre todo como una manera de ecualizar los sentidos, estabilizar los niveles de emoción, las pulsaciones y el desconcierto generados durante el viaje.
La sala oscura como catalizador.
Me ayuda a procesar la llegada, a bajarme del avión o del tren. A delimitar, redefinir en algún caso o confirmar territorios propios.
Me ayuda a volver y a aceptar que uno nunca vuelve del todo.
A la salida del cine las cosas, por un instante, se tornan medio irreales. Como traspasar un espejo donde, si hubo suerte, podemos de pronto mirar distinto lo mismo y también a uno (el de siempre), pues hay cintas que si bien no te cambian, sí te despiertan zonas congeladas y conectan cables en desuso. Como pasa, por cierto, cuando se viaja -de aquí lo bien que pegan estas dos actividades.
Al regresar de un viaje reciente -donde también fui al cine (una de las cosas que siento que hay que hacer incluso cuando no se entienda el idioma) y vi Carnage, la última de Polanski, basada en una obra de teatro basada en una novela de Yasmina Reza- dejé la maleta en casa y salí disparado al Yelmo Ideal de Tirso de Molina al último pase del día (de la noche) a ver Drive, del danés Nicolas Winding Refn.
Una cinta melancólica, romántica, con un Los Angeles hipnótico de fondo. Llena de secuencias de acción y violencia de estetizado lirismo. Winding Refn cruza géneros (el noir con el de persecuciones de coches con el thriller...), hace guiños al cine ochentero sin complejos, sin eludir cierta cuota de gore incluso, y suelta una banda sonora irresistible de electro pop (Clif Martínez + College + Desire…) para narrar la epopeya silenciosa e interior de un héroe maldito: un conductor especialista para películas de acción de día, mientras por la noche presta sus servicios a delincuentes para darse a la fuga.
Un conductor sin pasado ni nombre, del cual no sabemos nada al comienzo y nada al final, salvo que se enamora de su vecina. Un verdadero héroe y un verdadero ser humano, como reza la estrofa de Real hero de College. Condenado por su naturaleza también, como los propios superhéroes. No por nada usa casi como su segunda piel una casaca con la silueta de un escorpión cosida a la espalda: su traje, su capa.
“¿Conoces la historia del escorpión y la rana… ?”, pregunta al teléfono a uno de sus clientes contemplando por la ventana las luces nocturnas de L.A., California, surcada de autopistas. Las mismas que él recorre como pez en el agua. Es la ciudad para alguien que se define tras un volante.
El espíritu del personaje encarnado por el notable Ryan Gosling (sus ojos imperturbables, sus movimientos mecánicos y desapasionados), de algún modo, se cuela como un dulce veneno adentro y produce esa clase de emociones difusas que pocas veces reconocemos, que contenemos.
Esa noche a la salida, con el viento frío de enero soplando en la calle, se me cruzaron imágenes de los días recién pasados con los fotogramas de Drive, y regresé caminando a casa entendiendo un poco más, sintiendo más, preguntándome no tanto quién era este anónimo conductor sino, acaso, quién no se deja nunca de ser… Al fin aterrizando en Madrid.
... por las melodías íntimas, sus bandas infinitas, las palabras privadas y concedidas, por sus destellos, los conciertos, los desconciertos, por las horas de soundtrack invisible tan perceptible, jade, almendra y los del desierto su fantástico mondo di cromo que nos deja poblado de monos tremendos, jabalíes y conejines, árboles y el sol a 18 minutos, por haberla conocido a causa de sus canciones, sobre todo, por todos aquellos con quienes no tenía lazo y bastó decir su apellido para tenerlo, por abrir zanjas mentales que conectan con el alma... tengo un montón de razones para al mismo tiempo sentirme agradecido y, cómo no, triste, perplejo, porque al final todo tiene un término, una fecha y todo pasa, y sin embargo hay cosas que permanecen más, gente, canciones, que siguen estando aquí "en libros, hojas, haces de luz..."
-¿Por qué a Kiev? –pregunta mi mamá cuando le cuento que tengo tickets de avión para ir a la capital de Ucrania. Buena pregunta si consideramos que, en rigor, no hay nada que me conecte a esta ciudad ni a su cultura.
La respuesta la dejo invernar un rato.
Estar lejos del hogar y la familia, de los amigos de toda la vida, de las calles y barrios y costumbres, genera casi siempre nostalgia o saudade, como apuntan los portugueses. Palabra esquiva, saudade, de difícil traducción, jodida porque no es mera nostalgia; se acerca a lo que Valeria Luiselli ensaya en su libro Papeles falsos: “No es nostalgia y no es melancolía: quizá la saudade tampoco sea saudade”, dice. Y más adelante: “Es la presencia de una ausencia: una punzada en un miembro fantasma…”
¿Pero qué pasa cuando llevas mucho tiempo en un lugar distinto al “hogar”, tanto que el hogar necesariamente deriva y se reconvierte, en parte, en aquel otro u otros lugares?
Ya van algunos años desde que llegué de Santiago de Chile a Madrid, y estas son preguntas que, tarde o temprano, supongo, cualquiera que muda de residencia -que muda, que muta- acaba haciéndose.
¿Dónde está el hogar? ¿Cuál es? ¿Existe un solo hogar o múltiples o allá donde uno vaya, como los caracoles, se lleva el hogar a cuestas?
Casi todas las personas con quienes he estrechado lazos durante estos últimos años (también antes en Chile, pero por razones obvias en menor medida) provienen o han vivido o se criaron o están a punto de emigrar a otros sitios y, sin embargo, ninguno es un desterrado o, menos, un exiliado.
Al revés. De hecho, creo que un lugar es más propio cuando lo eliges que cuando te toca.
Y estén lejos o cerca, estas personas se han transformado para mí, cada uno, en un rincón de lo que considero también mi hogar, un hogar que con ellos no sólo es más amplio, sino más cálido y más rico y mucho más divertido. Porque hogar, a fin de cuentas, tiene que ver con afectos más que con territorios geográficos.
Pero existe un tipo de añoranza que quizá no tiene que ver con los afectos, sino con otra cosa. Otro tipo de nostalgia análoga y al mismo tiempo opuesta a la saudade.
Me explico: Hace unas semanas comencé a estudiar alemán. Es un idioma del carajo, repleto de consonantes y palabras kilométricas difíciles de pronunciar, pero también repleto de hermosas sorpresas.
Una de ellas –la más hermosa hasta ahora- es la palabra fernweh, que no tiene equivalencia exacta en otros idiomas y significa algo así como añoranza pero no del hogar ni de aquello que te es familiar, sino de la lejanía y lo desconocido.
Fernweh es el antónimo de heimweh, que significa nostalgia.
Heim es casa u hogar, y weh es dolor: dolor por el hogar.
Fern, en cambio, es lejos o remoto.
O sea, fernweh es “dolor por lo lejano”.
Pero un dolor que, en todo caso, te empuja hacia lo lejano. Un dolor que se siente pero que en rigor no duele, casi al contrario, un dolor al que te aferras sin saber muy bien los motivos.
Es nostalgia por lugares distantes.
Si uno pone fernweh en cualquier traductor online el resultado en español es “pasión por los viajes”, aunque más correcto sería decir que es una extraña atracción por lo alejado y desconocido y con lo cual no tenemos ninguna conexión orgánica: sitios a los que no estábamos destinados que acaban transformándose en destinos.
Fernweh es un impulso, entonces. Una picazón interior que te hace hacer las maletas y coger un avión, un barco o un tren.
Lo que declara sentir Ismael antes de echarse a la mar en la insuperable primera página de Moby Dick: “Es mi forma de disipar la melancolía y estabilizar la circulación…”. Su cura para la nostalgia no es regresar al hogar sino subirse a un ballenero y adentrarse en alta mar a la caza de una ballena blanca, empresa que no entraña más que incertidumbres y azares.
-Los alemanes tenemos fernweh con frecuencia- me contaba la profesora de alemán hace un par de clases; ella, que es de Frankfurt pero lleva ocho años en España.
Desde luego es una palabra romántica, en el idioma más romántico (quién dijo que era el francés). El idioma del Romanticismo, de hecho.
Y cada cierto tiempo a mí también me pasa que siento el deseo mezclado con la angustia de irme lejos. (¿A quién no le ocurre de vez en cuando?) Lo más lejos posible.
No es huir, no son vacaciones.
-Es fernweh -le digo a mi mamá que, viajera como ha sido en su vida, sé que sabe a qué me refiero.