-¿Por qué a Kiev? –pregunta mi mamá cuando le cuento que tengo tickets de avión para ir a la capital de Ucrania. Buena pregunta si consideramos que, en rigor, no hay nada que me conecte a esta ciudad ni a su cultura.
La respuesta la dejo invernar un rato.
Estar lejos del hogar y la familia, de los amigos de toda la vida, de las calles y barrios y costumbres, genera casi siempre nostalgia o saudade, como apuntan los portugueses. Palabra esquiva, saudade, de difícil traducción, jodida porque no es mera nostalgia; se acerca a lo que Valeria Luiselli ensaya en su libro Papeles falsos: “No es nostalgia y no es melancolía: quizá la saudade tampoco sea saudade”, dice. Y más adelante: “Es la presencia de una ausencia: una punzada en un miembro fantasma…”
¿Pero qué pasa cuando llevas mucho tiempo en un lugar distinto al “hogar”, tanto que el hogar necesariamente deriva y se reconvierte, en parte, en aquel otro u otros lugares?
Ya van algunos años desde que llegué de Santiago de Chile a Madrid, y estas son preguntas que, tarde o temprano, supongo, cualquiera que muda de residencia -que muda, que muta- acaba haciéndose.
¿Dónde está el hogar? ¿Cuál es? ¿Existe un solo hogar o múltiples o allá donde uno vaya, como los caracoles, se lleva el hogar a cuestas?
Casi todas las personas con quienes he estrechado lazos durante estos últimos años (también antes en Chile, pero por razones obvias en menor medida) provienen o han vivido o se criaron o están a punto de emigrar a otros sitios y, sin embargo, ninguno es un desterrado o, menos, un exiliado.
Al revés. De hecho, creo que un lugar es más propio cuando lo eliges que cuando te toca.
Y estén lejos o cerca, estas personas se han transformado para mí, cada uno, en un rincón de lo que considero también mi hogar, un hogar que con ellos no sólo es más amplio, sino más cálido y más rico y mucho más divertido. Porque hogar, a fin de cuentas, tiene que ver con afectos más que con territorios geográficos.
Pero existe un tipo de añoranza que quizá no tiene que ver con los afectos, sino con otra cosa. Otro tipo de nostalgia análoga y al mismo tiempo opuesta a la saudade.
Me explico: Hace unas semanas comencé a estudiar alemán. Es un idioma del carajo, repleto de consonantes y palabras kilométricas difíciles de pronunciar, pero también repleto de hermosas sorpresas.
Una de ellas –la más hermosa hasta ahora- es la palabra fernweh, que no tiene equivalencia exacta en otros idiomas y significa algo así como añoranza pero no del hogar ni de aquello que te es familiar, sino de la lejanía y lo desconocido.
Fernweh es el antónimo de heimweh, que significa nostalgia.
Heim es casa u hogar, y weh es dolor: dolor por el hogar.
Fern, en cambio, es lejos o remoto.
O sea, fernweh es “dolor por lo lejano”.
Pero un dolor que, en todo caso, te empuja hacia lo lejano. Un dolor que se siente pero que en rigor no duele, casi al contrario, un dolor al que te aferras sin saber muy bien los motivos.
Es nostalgia por lugares distantes.
Si uno pone fernweh en cualquier traductor online el resultado en español es “pasión por los viajes”, aunque más correcto sería decir que es una extraña atracción por lo alejado y desconocido y con lo cual no tenemos ninguna conexión orgánica: sitios a los que no estábamos destinados que acaban transformándose en destinos.
Fernweh es un impulso, entonces. Una picazón interior que te hace hacer las maletas y coger un avión, un barco o un tren.
Lo que declara sentir Ismael antes de echarse a la mar en la insuperable primera página de Moby Dick: “Es mi forma de disipar la melancolía y estabilizar la circulación…”. Su cura para la nostalgia no es regresar al hogar sino subirse a un ballenero y adentrarse en alta mar a la caza de una ballena blanca, empresa que no entraña más que incertidumbres y azares.
-Los alemanes tenemos fernweh con frecuencia- me contaba la profesora de alemán hace un par de clases; ella, que es de Frankfurt pero lleva ocho años en España.
Desde luego es una palabra romántica, en el idioma más romántico (quién dijo que era el francés). El idioma del Romanticismo, de hecho.
Y cada cierto tiempo a mí también me pasa que siento el deseo mezclado con la angustia de irme lejos.
(¿A quién no le ocurre de vez en cuando?)
Lo más lejos posible.
No es huir, no son vacaciones.
-Es fernweh -le digo a mi mamá que, viajera como ha sido en su vida, sé que sabe a qué me refiero.