miércoles, 3 de agosto de 2011

gato

"Los que se dan más golpes de pecho en su identidad son los que no tienen nada más."
Dubravka Ugresic

“Gato no se nace, se hace”, leí en la camiseta de un corredor en el parque del Retiro hará un mes. Gato es como popularmente se designa a los madrileños. Ser gato es ser de Madrid. Y ser de Madrid, creo, es algo un poco más complejo que ser, por ejemplo, de Cataluña o de Euskadi, por extraño que parezca. En estos casos, en el de los catalanes y vascos, y en el de los oriundos de varias otras comunidades autónomas, parece ser condición sine qua non haber nacido o que tu familia provenga de ciertos territorios delimitados, tener apellidos específicos, que corra esa y no otra sangre por tus venas, además de hablar en las lenguas correspondientes, para considerarse, para ser, pertenecer, sentirse o autodenominarse como tal.

¿Quién decía que España es un país de países? Quien fuese, tenía algo de razón. Por lo menos, una buena parte de los españoles se ha encargado de ratificar la frase con disputas de lo más absurdas y consecuencias fatales. Así, España luce ahora fracturas provocadas desde dentro, y se yergue como un país escindido, no tan plural como eufemísticamente quisieran creer algunos, sino roto, hecho de pedazos hechos pedazo.

En fin, nada más lejos de mis intenciones que profundizar en un tema tan delicado como los nacionalismos internos. Menos yo, que creo que el hecho de nacer en un sitio u otro es poco más que un accidente, la primera de las muchas cosas que, para bien o para mal, no nos es dada a elegir en la vida y que sólo cabe aceptar.

Hace algo más de un año, alojé en Berlín en la casa de un chileno que junto a su novia japonesa esperaban un hijo. El hijo nació y fue una niña a la cual bautizaron Ayumi. Ayumi es o será ¿alemana, chilena o japonesa? ¿Importa acaso? Quién sabe adónde irá a parar, adónde vivirá en el futuro esta niña, de dónde sentirá que es, qué idioma asumirá como el propio, en qué idioma soñará, y qué tradiciones incorporará a su ser y formarán su forma de ser. A partir de un arbitrario punto de partida, es de esperar, será lo que ella quiera, lo que busque y con lo que se encuentre. ¿No es acaso a lo que aspiramos todos, convertirnos o parecernos a aquello que deseamos más allá de lo que nos es dado por defecto?

Hemos leído o visto películas o nos han contado, en muchas ocasiones, acerca de gente que se hace a sí misma a pesar -o gracias a- las adversidades: pintores mancos, escritores ciegos, atletas cojos y un sinfín de casos excepcionales que confirman una suerte de regla: uno es o puede llegar a ser lo que quiera. Con mejores o peores resultados, pero aquello que en el fondo uno siente que es.

“Una es más auténtica cuanto más se parece a lo que ha soñado de sí misma”, es lo que decía un personaje de Almodóvar, la Agrado en Todo sobre mi madre, al tiempo que repasaba su anatomía casi enteramente confeccionada a base de cirugías estéticas. Una frase que se me quedó grabada desde que vi la película. Una frase en la que creo. Una frase en la que Madrid hace creer o, por lo menos, que parece tener cabida en una ciudad como ésta.
Pareja urbana, Madrid, óleo sobre lienzo encolada a tabla (Marcelo Bravo)

Madrid, para mí, tiene Lavapiés -mi barrio-, su vecina La Latina y Plaza España, donde están los cines y la librería 8 1/2, ahora tiene a uno de mis hermanos -con él ya todos hemos venido a parar acá alguna vez- y a unos pocos buenos amigos, tiene un barrio y hasta un fosforescente hotel "De las Letras", El Retiro, donde cada tanto le hago honor al nombre y también corro, un templo egipcio en medio de otro parque, Madrid tiene el cielo de Madrid, las torres con forma de pesuña del Día de la bestia, las estatuas de carruajes y caballos desde donde colgaba Carmen Maura en La comunidad, tiene una calle Desengaño y otra del Amparo, tiene cañas, claras y vermouth de grifo, la Gran Vía de noche y de amanecida, Atocha para irse y llegar de vuelta a Madrid, tiene -es- La puerta del Sol, el cine Doré y el barrio Malasaña, donde debe haber la mayor concentración de tiendas de cómicis y libros gráficos de España, tiene un río, el Manzanares, que por cierto al fin tiene el protagonismo que merecía entre la geografía urbana, y un largo y heterogéneo y personal etcétera según cada quien, aunque Ok, no tiene mar. Es en un sentido etimológico una ciudad mediterránea, rodeada de tierra. Las ciudades, en cambio, que dan al mar, supongo, impulsan a sus habitantes hasta él, los empuja hacia la orilla, para conectar con otros horizontes, reales o imaginados. El mar como vaso comunicante. Pero a Madrid, a los madrileños no les queda más que mirar hacia adentro (o hacia Barajas), y vencer la introversión frente al espejo, frente a los múltiples espejos compuestos cada uno de ellos por sus habitantes, pues el mar es su gente, sobre todo, la gente que a su vez es, en parte, también de otras partes.

Por esto aquello de ser gato, de hacerse gato. Y son muchas, cada vez más las razones que tengo para que me guste esta ciudad, donde nací, pero de donde nunca fui, esta ciudad adonde ahora y desde hace unos años vivo y, poco a poco, de donde ya soy, un día algo más que el anterior.

Encuentro nocturno, Gran Vía, óleo sobre tela encolada a tabla (Marcelo Bravo)