La mía es una calle de galerías.
Dr. Fourquet, así se llama la calle, abarca sólo dos cuadras separadas por una pequeña ronda que tiene una fuente de agua en medio. Al estar situada casi inmediatamente atrás del museo Reina Sofía, supongo, resulta comprensible que al salir de mi edificio, cada mañana, tenga dos galerías de arte a mi derecha y tres a mi izquierda; además de dos tiendas de ropa, una floristería y un bar que hace esquina, esto último nada de raro, hay bares en todos los rincones de España. Pero en lo que me fijé con mayor atención cuando me mudé a vivir acá, hace ya un buen rato, fue en la librería de la otra esquina, la que está al llegar a Argumosa -calle emblema del barrio-, justo de cara a la pileta.
“La libre”, como fue bautizada, es pequeña pero con vitrinas vistosas y ordenadas con estilo propio, solía tener una buena selección de novedades editoriales y ciertos libros de fondo indiscutibles, más alguna rareza que ofrecer a lectores omnívoros o bien pretenciosos, o las dos cosas. Ahora, desde hace pocos meses, es una cafetería. Con libros, pero cafetería. Una cafetería modernilla, al estilo berlinés, un collage de muebles y accesorios. Y con libros. Con libros de segunda mano, eso sí, la mitad casi en inglés, también best sellers olvidados, saldos desteñidos que se escaparon de la trituradora de papel, ediciones baratas de tapa dura y, si uno observa con atención, uno que otro ejemplar que resulta ser toda una sorpresa –parecen reclamar su rescate de entre los demás-, y no sólo por el precio.
Una de estas sorpresas me la encontré hace un mes o así. Ya venía dándole vueltas a un título que vi muy bien reseñado en un par de sitios web, Maletas perdidas, la primera novela del catalán Jordi Puntí, a quien jamás había leído y aún no me decidía a leer, con lo que cuesta hacer un espacio entre las siempre infinitas lecturas pendientes. Ese día vi en la vitrina de “La libre”, sin embargo, un libro suyo. No era la novela: era un conjunto de cuentos llamado Animales tristes. Le pedí a un camarero que me enseñara el libro y, no sin dificultad, lo extrajo de la vitrina, miré el precio, una ganga, y me lo llevé.
Los animales tristes de Puntí resultaron ser parejas que se separan, que se pierden, que se quedan juntos como si estuviesen solos, y viceversa, que se mienten y se dicen la verdad, personas que aprenden a encajar los golpes y a darlos, personas que no se complementan, que no conectan pero que se necesitan, historias de amor y de su contrario, que en este caso nunca es el odio (¿el desamor, el tedio?), pero que poseen una suerte de denominador común en cuanto a tema, estructura, personajes y estilo, lo que confiere al volumen un gusto final más a novela que a cuentos, aunque lo que queda, sobre todo, es una voz, la de su autor, una prosa donde se intuye una marca propia detrás de la sobriedad y distancia con que está escrita.
El mismo día que lo acabé, me hice con su flamante Maletas perdidas, en las que me encuentro metido ahora y comentaré, espero, al final de sus 450 páginas.
Este último libro, dicho sea de paso, ya no hubo manera de conseguirlo en la librería de la esquina.
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