Lo importante es plantearse el conflicto, aún cuando no sea para solucionarlo (a veces esto último no se puede), pero cabe el deber de disentir en todo momento, hasta en los momentos felices, porque esa es nuestra naturaleza.
Si aspiramos a la felicidad, es porque antes de ella nos embarga, no necesariamente la desdicha, pero sí al menos la insatisfacción, que es un motor o un veneno paralizante, dado el caso. Por este motivo es que, en principio, nos parece repudiable la ausencia de cualquier cuestionamiento ante determinados actos, ya que, por otra parte, es lo que nos diferencia de los animales, quienes no actúan según una moral ni de acuerdo a nociones de valor como el bien y el mal que merezcan ser cuestionadas, por lo tanto no pueden –no saben- arrepentirse: pueden sentir frustración o incluso tristeza, pero no culpabilidad. De nosotros, los humanos, en cambio, se espera que actuemos a partir de decisiones –no basta el instinto- cuyas consecuencias nos enorgullecerán o, por el contrario, nos avergonzarán. Que seamos concientes de lo que hacemos, se nos pide. Pero la conciencia es tan elástica que, con pasmosa autoindulgencia, a veces, la manejamos en función de lo que nos conviene o acomoda si nadie nos hace rendir cuentas de nuestros actos.
Valgan estas palabras para dar por inaugurado este blog.
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