Desde hace un par de años ya, puedo decir, no veo -ni tengo- tele.
¿Para qué, además?
Tampoco compro el periódico, escucho radio ni acudo a otras fuentes de información que no sean vía Internet o de boca de algún amigo o concido, salvo alguna que otra revista no editada en paralelo en el ciberespacio.
De las cosas importantes, de las verdaderamente importantes y extraordinarias, o en todo caso de las que me importan a mí -faltaba más-, me entero igual. Uno, a menos que viva en la punta de una montaña, aislado, se entera siempre. Y más pronto que tarde.
Desde luego, la velocidad de la información ya no tiene relevancia alguna. Todo, o casi, está disponible y listo para ser leído/visto/escuchado/descargado en la red de forma semiinstantánea, a veces hasta simultánea a los hechos que generan esa información. La gracia, hoy por hoy, y finalmente desde siempre, creo, está en cómo se cuenta la misma historia, cómo se entrega la misma información, cuál es el punto de vista. Esto se traduce en que, en lugar de buscar tal o cual dato o noticia, de tal o cual medio, ahora importa más quién es el que nos cuenta la historia, quién es el que nos la cuenta mejor.
Dicho esto, he de agregar que uno de los que sigo a través de la prensa (online, por supuesto) es a Ray Loriga, quien rara vez, dicho sea de paso, se interesa por la contingencia o la actualidad en sus escritos "en prensa" (y mucho menos en sus libros), que ofrece desde hace algún tiempo, semana por medio, en el suplemento dominical El país semanal.
Y a propósito de esto es que aprovecho para citar un par de líneas suyas provenientes de su última columna, líneas, por cierto, bastante sugerentes, vitales, morales y, en último término, importantes... ¿para quién? Pues ya sabemos la respuesta:
"Vivir fuera del pequeño infierno de la percepción ajena parece tarea imposible y tal vez por eso la única tarea importante. ¿Cómo robarle al inmisericorde ejército de lo ajeno nuestra presencia? Difícil, sin duda, pero esencial, pues no hay más libertad que precisamente esta. Subjetiva, arbitraria, caprichosa y esencial."
"En la percepción de los otros somos sólo lo que los otros deciden, en la propia estima estamos a la intemperie de nuestra voluntad, nuestro conocimiento y la sal de nuestro miedo. Son dos lugares imprecisos, pero uno tiene los síntomas de la enfermedad (lo decidido a nuestro pesar), y el otro, los síntomas de la salud (lo decidido por nuestra fuerza)."
"Aquellos que nombran a Dios no son ya culpables de su suerte, quienes se aventuran a vivir viven, quienes se conforman con morir mueren, no hay arrogancia alguna en decidir vivir y aceptar con humildad el fracaso..."
"Aquel que decide no puede ser juzgado sino por sus libres decisiones, aquel que se somete a la decisión de los otros encontrará siempre una excusa."
"Al fin y al cabo, de lo que nos hacen los demás poco se puede decir, de lo que nos hacemos a nosotros mismos somos absolutamente responsables."
lunes, 17 de enero de 2011
jueves, 6 de enero de 2011
fines de diciembre, comienzos de enero
Llevo todo el año en cama.
Resfriado. Mal.
Vaya manera de comenzar el 2011.
El 31 me enfrié y al día siguiente estaba con fiebre y escalofríos.
Había pasado a buscar a Gus a su casa para despedir -y en mi caso mandar un poco a la mierda- el 2010 de la mejor y única forma en que concebía hacerlo: corriendo, participando en la popular maratón San Silvestre, llamada acá “La Vallecana” ya que acaba en y atraviesa buena parte de Vallecas, el emblemático barrio símbolo de las luchas sociales y revueltas de antaño en Madrid, según me explicaba Gus al término de la carrera mientras yo tiritaba.
34 mil corredores aproximadamente. Muchos de ellos disfrazados de pollo, de los cazafantasmas, corredoras con tutú, con pelucas de colores, todos festejando, con las camisetas de sus equipos de fútbol favoritos, con máscaras o simplemente vestidos con la indumentaria propia de los deportistas, recorriendo las heladas calles de la ciudad al anochecer, bajo la iluminación navideña.
Al llegar a la meta me encontré empapado de un sudor frío que pronto se iba a transformar en catarro.
Sin embargo, como he dicho, no tenía intenciones de acabar la década recién pasada de otro modo más que corriendo. ¿Por qué tal obstinación? Tal vez porque correr, salir a trotar habitualmente, es algo que comencé a hacer -algo que descubrí- recién en 2010, hace menos de un año, y se ha convertido en una parte de mi vida. A ratos en la mejor parte.
Pese a los síntomas que me aquejaban, me pasé esa noche -de noche vieja- nuevamente a casa de mi amigo Gus a cenar, tomar las uvas y a recibir el año nuevo comentando la carrera y, sobre todo, acordándonos de un escritor admirado por ambos, que en distintas circunstancias conocimos -casi- de forma paralela durante 2010: Fogwill, el autor de Los Pichiciegos, del cuento de culto Muchacha Punk, de la maravillosa novela corta Help a él y de varios otros libros entrañables e inclasificables como él mismo, a quien Gus tuvo ocasión de entrevistar hace algunos meses, doce días antes de que falleciera víctima de un enfisema pulmonar que lo tenía entre las cuerdas desde hace ya un tiempo.
Meses antes, en Madrid, pude presenciar una conferencia que Fogwill dio en el Caixa Forum ante no más de 15 personas. Apunté en una libreta un par de cosas que dijo en esa oportunidad:
“El lector necesita toda la verdad, pero no toda la verdad de los hechos, sino toda la verdad literaria; es decir, que el autor no le mienta. Yo le engaño, se lo digo y el lo sabe. No hay nada ahí que pueda ser creíble.”
“ [Para escribir] …un 86% de rabia y un 14% de emociones confusas.”
“Solamente puedo escribir en contra. Escribo contra lo establecido y me rindo ante los valores.”
“Una vez una mina me dijo: vos no tomás cocaína para hacer el amor, hacés el amor para tomar más cocaína… Era una mina experimentada.”
De algún modo, pienso, fue una gran manera de terminar la década. Hacia las 3 AM, estaba ya de regreso en casa, metido en mi sobre y releyendo subrayados en libros de Fogwill y sintiendo cómo me subía la fiebre.
Durante los días sucesivos no me presenté en el trabajo y apenas salí de la cama para atender cuestiones básicas o urgentes o ir al médico para que certificara mi estado de salud, con lo cual durante estas primeras horas de 2011, de encierro, silencio y cama, no me ha quedado más remedio que arreglármelas para descargar películas y leer.
Acabé la muy entretenida novela Slam (Todo por una chica) de Nick Hronby, pero, sobre todo, leí algunos libros del cineasta Eric Rohmer, quien por cierto también murió el año pasado.
Hace algunas semanas había acabado de leer su única novela, Elisabeth, escrita por él a los 26 años bajo seudónimo, donde el francés ya dejaba entrever muchos de los motivos recurrentes en sus películas (la moral, los triángulos, la naturaleza, las pasiones y pulsiones internas de personajes que hablan un montón, no tanto para dar cuenta de una acción o impulsar la trama sino para definir sus indefinibles y complejas personalidades según cómo resuenan éstas en el aire al entrecruzarse unas con otras).
Leí también algunos pasajes de un extraño ensayo firmado por Rohmer llamado Sobre la noción de profundidad en la música. Extraño digo quizás porque en sus películas casi no hay música, lo cual tampoco es del todo cierto ya que la hay pero incorporada al relato mismo (es diegética, o sea suena música si en la escena alguien toca un instrumento o si enciende una radio, por ejemplo). Además, según su teoría, los silencios -que abundan en sus pelis- también connotan una musicalidad, en fin. En este libro se despacha sesudas reflexiones en torno a Mozart, Beethoven, Bach, pero también sobre Kant y Barthes, Cézanne y Matisse y, cómo no, sobre cine, porque para Rohmer las distintas expresiones artísticas en lugar de entenderlas por separado las enlaza y enriquece al relacionarlas unas con otras. Libro difícil, pero gran estímulo. Lo mismo que El gusto por la belleza, un volumen compilatorio de los escritos que Rohmer realizó para la revista Cahiers du cinema, principalmente, y otras publicaciones. En ambos libros se recogen entrevistas al director francés, que concedió bastante pocas, dicho sea de paso. Y tal vez motivado por estas lecturas, volví a ver una de sus encantadoras películas: La rodilla de Clara.
Pero no todo ha sido Rohmer durante estos días de convalecencia.
También vi el segundo largometraje de Alberto Fuguet, Velódromo, quien realiza una valiente defensa del solipsismo de su personaje, Ariel Roth Roth, un treintañero que se siente -y sin duda está- en todo su derecho de no tener más ambiciones que las de andar en bicicleta, ver películas y que no lo molesten demasiado, un diseñador gráfico freelance que “no le pide mucho a la vida”, según la voz en off de sí mismo, y a continuación se pregunta si esto “no es acaso mucho pedir”.
Descargo del ciberespacio, asimismo, The Ghostwriter, la última de Polanski, con un Ewan McGregor estupendo en lo anodino y desperfilado de su personaje. Un escritor fantasma que tiene más de fantasma que de escritor. Poco me importan los líos en que está metido el viejo Polanski con la ley, pero sin duda esta película (¿involuntariamente?) establece conexiones que enlazan con su propia existencia. Posiblemente una de las pelis del año pasado. En absoluto comparable a la notable, urgente y a fin de cuentas emocionante The social network, pero ideal para un día de resfrío invernal en Madrid.
Y por último, dos películas que me faltaban por ver del francés Olivier Assayas. La primera, L’eau froide (“El agua fría”), donde el director de obras como Clean o Las horas del verano, recrea el ambiente y las pulsiones de su adolescencia a través de dos personajes, dos chiquillos fracturados y frágiles y rebeldes que emprenden una huida “romántica” a comienzos de los setentas, cuando las utopías de la década pasada ya se desmoronaban.
En buena parte de sus películas, Assayas -del cual, por cierto, Alberto Fuguet ha declarado hace poco en su blog que es su director favorito-, tiende a presentar a personajes atrapados en la confusión del presente, en una especie de situación de abandono emocional y también geográfico, en permanente búsqueda de un lugar en el mundo, donde sin embargo ninguno posee la capacidad suficiente como para contener al otro.
Algo no muy distinto, en el fondo aunque para nada en la forma, ocurre con la otra de las películas del mismo Assayas que me descargué estos días y que he visto ya más de una vez: Boarding Gate, con una Asia Argento totalmente hipnótica en el papel principal (la predilección de Assayas, al igual que Rohmer, por las chicas guapas y frágiles-pero-fuertes al mismo tiempo, es otra de sus constantes).
La peli adopta la forma de un thriller donde nunca están de todo claras las motivaciones de los personajes, que se mueven en torno a drogas, pistolas, sexo, asesinatos y un mundo degradado, pero tampoco importa demasiado, ni que queden cabos sueltos, la vida está llena de cabos sueltos, y Assayas lo sabe mejor que nadie, pues lo que sale a flote es otra cosa: una sensación general de desarraigo, de orfandad emocional y territorial que está en el límite con la sensación opuesta y análoga que es la de sentirse, allá o acá, donde sea, como en el mismo lugar, en un “hogar”, pues todos los sitios ofrecen el mismo desconcierto y van igual de prisa, ya sea en París o en Hong Kong (o en Madrid o en Santiago o en el DF, por supuesto).
En todo caso, y paralelo a lo anterior, es una película que trata sobre las segundas oportunidades, sobre el perdón y sobre la bestial naturaleza de las pasiones. Filmada con una cámara que se mete en la piel -lo más profundo- de Asia Argento, que es capaz de matar a una persona por la cual, antes, podría haber matado o haber muerto ella misma por amor a él, una chica que se cuestiona el hecho de partir, intentarlo y saber partir de cero una vez más, en un mundo que abre y cierra todas las puertas de golpe y al unísono.
-¿Amabas a Miles? -le preguntan a Sandra, el personaje interpretado por Asia Argento.
-No -responde ella-. Sí, alguna vez lo amé mucho. Pero yo sólo lo excitaba.
-¿Eso no es acaso lo mismo?
- Eso dicen los hombres porque les conviene. Pero no es lo mismo. No lo creo.
De este modo los personajes de Assayas transitan errantes por espacios como evanescentes, sin certezas más allá de sus confusos sentimientos, siempre con el gusto amargo de lo irrecuperable, obligados a tomar decisiones que connotan lo imposible de dar marcha atrás, generando una perdida progresiva de puntos de anclaje, creando así un sentido mayor que está, que siempre ha estado, como diría el viejo Bob, blowing in the wind y que Olivier Assayas logra captar con una ternura, rigor artístico y un riesgo que no sé si lo convierta en mi director favorito, pero estoy seguro, eso sí, que ha contribuido a que me esté recuperando de este resfrío.
En fin, las cosas que pueden pasar cuando uno está en cama, constipado, estornudando y tomando sopas (y hace un rato me corté por accidente la mano en la cocina), que no parece una situación muy auspiciosa puesta de este modo, lo admito, pero ya vuelvo a tener ganas de echarme a correr al parque y, de algún modo, siento que no ha estado tan mal este comienzo.
Quizás el año no podría haber arrancado mejor.
Resfriado. Mal.
Vaya manera de comenzar el 2011.
El 31 me enfrié y al día siguiente estaba con fiebre y escalofríos.
Había pasado a buscar a Gus a su casa para despedir -y en mi caso mandar un poco a la mierda- el 2010 de la mejor y única forma en que concebía hacerlo: corriendo, participando en la popular maratón San Silvestre, llamada acá “La Vallecana” ya que acaba en y atraviesa buena parte de Vallecas, el emblemático barrio símbolo de las luchas sociales y revueltas de antaño en Madrid, según me explicaba Gus al término de la carrera mientras yo tiritaba.
34 mil corredores aproximadamente. Muchos de ellos disfrazados de pollo, de los cazafantasmas, corredoras con tutú, con pelucas de colores, todos festejando, con las camisetas de sus equipos de fútbol favoritos, con máscaras o simplemente vestidos con la indumentaria propia de los deportistas, recorriendo las heladas calles de la ciudad al anochecer, bajo la iluminación navideña.
Al llegar a la meta me encontré empapado de un sudor frío que pronto se iba a transformar en catarro.
Sin embargo, como he dicho, no tenía intenciones de acabar la década recién pasada de otro modo más que corriendo. ¿Por qué tal obstinación? Tal vez porque correr, salir a trotar habitualmente, es algo que comencé a hacer -algo que descubrí- recién en 2010, hace menos de un año, y se ha convertido en una parte de mi vida. A ratos en la mejor parte.
Pese a los síntomas que me aquejaban, me pasé esa noche -de noche vieja- nuevamente a casa de mi amigo Gus a cenar, tomar las uvas y a recibir el año nuevo comentando la carrera y, sobre todo, acordándonos de un escritor admirado por ambos, que en distintas circunstancias conocimos -casi- de forma paralela durante 2010: Fogwill, el autor de Los Pichiciegos, del cuento de culto Muchacha Punk, de la maravillosa novela corta Help a él y de varios otros libros entrañables e inclasificables como él mismo, a quien Gus tuvo ocasión de entrevistar hace algunos meses, doce días antes de que falleciera víctima de un enfisema pulmonar que lo tenía entre las cuerdas desde hace ya un tiempo.
Meses antes, en Madrid, pude presenciar una conferencia que Fogwill dio en el Caixa Forum ante no más de 15 personas. Apunté en una libreta un par de cosas que dijo en esa oportunidad:
“El lector necesita toda la verdad, pero no toda la verdad de los hechos, sino toda la verdad literaria; es decir, que el autor no le mienta. Yo le engaño, se lo digo y el lo sabe. No hay nada ahí que pueda ser creíble.”
“ [Para escribir] …un 86% de rabia y un 14% de emociones confusas.”
“Solamente puedo escribir en contra. Escribo contra lo establecido y me rindo ante los valores.”
“Una vez una mina me dijo: vos no tomás cocaína para hacer el amor, hacés el amor para tomar más cocaína… Era una mina experimentada.”
De algún modo, pienso, fue una gran manera de terminar la década. Hacia las 3 AM, estaba ya de regreso en casa, metido en mi sobre y releyendo subrayados en libros de Fogwill y sintiendo cómo me subía la fiebre.
Durante los días sucesivos no me presenté en el trabajo y apenas salí de la cama para atender cuestiones básicas o urgentes o ir al médico para que certificara mi estado de salud, con lo cual durante estas primeras horas de 2011, de encierro, silencio y cama, no me ha quedado más remedio que arreglármelas para descargar películas y leer.
Acabé la muy entretenida novela Slam (Todo por una chica) de Nick Hronby, pero, sobre todo, leí algunos libros del cineasta Eric Rohmer, quien por cierto también murió el año pasado.
Hace algunas semanas había acabado de leer su única novela, Elisabeth, escrita por él a los 26 años bajo seudónimo, donde el francés ya dejaba entrever muchos de los motivos recurrentes en sus películas (la moral, los triángulos, la naturaleza, las pasiones y pulsiones internas de personajes que hablan un montón, no tanto para dar cuenta de una acción o impulsar la trama sino para definir sus indefinibles y complejas personalidades según cómo resuenan éstas en el aire al entrecruzarse unas con otras).
Leí también algunos pasajes de un extraño ensayo firmado por Rohmer llamado Sobre la noción de profundidad en la música. Extraño digo quizás porque en sus películas casi no hay música, lo cual tampoco es del todo cierto ya que la hay pero incorporada al relato mismo (es diegética, o sea suena música si en la escena alguien toca un instrumento o si enciende una radio, por ejemplo). Además, según su teoría, los silencios -que abundan en sus pelis- también connotan una musicalidad, en fin. En este libro se despacha sesudas reflexiones en torno a Mozart, Beethoven, Bach, pero también sobre Kant y Barthes, Cézanne y Matisse y, cómo no, sobre cine, porque para Rohmer las distintas expresiones artísticas en lugar de entenderlas por separado las enlaza y enriquece al relacionarlas unas con otras. Libro difícil, pero gran estímulo. Lo mismo que El gusto por la belleza, un volumen compilatorio de los escritos que Rohmer realizó para la revista Cahiers du cinema, principalmente, y otras publicaciones. En ambos libros se recogen entrevistas al director francés, que concedió bastante pocas, dicho sea de paso. Y tal vez motivado por estas lecturas, volví a ver una de sus encantadoras películas: La rodilla de Clara.
Pero no todo ha sido Rohmer durante estos días de convalecencia.
También vi el segundo largometraje de Alberto Fuguet, Velódromo, quien realiza una valiente defensa del solipsismo de su personaje, Ariel Roth Roth, un treintañero que se siente -y sin duda está- en todo su derecho de no tener más ambiciones que las de andar en bicicleta, ver películas y que no lo molesten demasiado, un diseñador gráfico freelance que “no le pide mucho a la vida”, según la voz en off de sí mismo, y a continuación se pregunta si esto “no es acaso mucho pedir”.
Descargo del ciberespacio, asimismo, The Ghostwriter, la última de Polanski, con un Ewan McGregor estupendo en lo anodino y desperfilado de su personaje. Un escritor fantasma que tiene más de fantasma que de escritor. Poco me importan los líos en que está metido el viejo Polanski con la ley, pero sin duda esta película (¿involuntariamente?) establece conexiones que enlazan con su propia existencia. Posiblemente una de las pelis del año pasado. En absoluto comparable a la notable, urgente y a fin de cuentas emocionante The social network, pero ideal para un día de resfrío invernal en Madrid.
Y por último, dos películas que me faltaban por ver del francés Olivier Assayas. La primera, L’eau froide (“El agua fría”), donde el director de obras como Clean o Las horas del verano, recrea el ambiente y las pulsiones de su adolescencia a través de dos personajes, dos chiquillos fracturados y frágiles y rebeldes que emprenden una huida “romántica” a comienzos de los setentas, cuando las utopías de la década pasada ya se desmoronaban.
En buena parte de sus películas, Assayas -del cual, por cierto, Alberto Fuguet ha declarado hace poco en su blog que es su director favorito-, tiende a presentar a personajes atrapados en la confusión del presente, en una especie de situación de abandono emocional y también geográfico, en permanente búsqueda de un lugar en el mundo, donde sin embargo ninguno posee la capacidad suficiente como para contener al otro.
Algo no muy distinto, en el fondo aunque para nada en la forma, ocurre con la otra de las películas del mismo Assayas que me descargué estos días y que he visto ya más de una vez: Boarding Gate, con una Asia Argento totalmente hipnótica en el papel principal (la predilección de Assayas, al igual que Rohmer, por las chicas guapas y frágiles-pero-fuertes al mismo tiempo, es otra de sus constantes).
La peli adopta la forma de un thriller donde nunca están de todo claras las motivaciones de los personajes, que se mueven en torno a drogas, pistolas, sexo, asesinatos y un mundo degradado, pero tampoco importa demasiado, ni que queden cabos sueltos, la vida está llena de cabos sueltos, y Assayas lo sabe mejor que nadie, pues lo que sale a flote es otra cosa: una sensación general de desarraigo, de orfandad emocional y territorial que está en el límite con la sensación opuesta y análoga que es la de sentirse, allá o acá, donde sea, como en el mismo lugar, en un “hogar”, pues todos los sitios ofrecen el mismo desconcierto y van igual de prisa, ya sea en París o en Hong Kong (o en Madrid o en Santiago o en el DF, por supuesto).
En todo caso, y paralelo a lo anterior, es una película que trata sobre las segundas oportunidades, sobre el perdón y sobre la bestial naturaleza de las pasiones. Filmada con una cámara que se mete en la piel -lo más profundo- de Asia Argento, que es capaz de matar a una persona por la cual, antes, podría haber matado o haber muerto ella misma por amor a él, una chica que se cuestiona el hecho de partir, intentarlo y saber partir de cero una vez más, en un mundo que abre y cierra todas las puertas de golpe y al unísono.
-¿Amabas a Miles? -le preguntan a Sandra, el personaje interpretado por Asia Argento.
-No -responde ella-. Sí, alguna vez lo amé mucho. Pero yo sólo lo excitaba.
-¿Eso no es acaso lo mismo?
- Eso dicen los hombres porque les conviene. Pero no es lo mismo. No lo creo.
De este modo los personajes de Assayas transitan errantes por espacios como evanescentes, sin certezas más allá de sus confusos sentimientos, siempre con el gusto amargo de lo irrecuperable, obligados a tomar decisiones que connotan lo imposible de dar marcha atrás, generando una perdida progresiva de puntos de anclaje, creando así un sentido mayor que está, que siempre ha estado, como diría el viejo Bob, blowing in the wind y que Olivier Assayas logra captar con una ternura, rigor artístico y un riesgo que no sé si lo convierta en mi director favorito, pero estoy seguro, eso sí, que ha contribuido a que me esté recuperando de este resfrío.
En fin, las cosas que pueden pasar cuando uno está en cama, constipado, estornudando y tomando sopas (y hace un rato me corté por accidente la mano en la cocina), que no parece una situación muy auspiciosa puesta de este modo, lo admito, pero ya vuelvo a tener ganas de echarme a correr al parque y, de algún modo, siento que no ha estado tan mal este comienzo.
Quizás el año no podría haber arrancado mejor.
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